Uno de mis amigos de la escuela tuvo la perversa idea de llamar a Sonia La Migala. No es que fuera fea sino que era la chava que le gustaba a Juan y lo importante era molestarlo. El apodo fue tan poderoso que veinte años después sus efectos perduran. Esa palabreja la descubrimos en la clase de literatura, concretamente en uno de los relatos de Confabulario: «La noche memorable en que solté a la migala en mi departamento y la vi correr como un cangrejo y ocultarse bajo un mueble, ha sido el principio de una vida indescriptible».
Lo anterior viene a cuento porque el viernes 21 de septiembre se celebró el centenario de Juan José Arreola. El oriundo de Zapotlán el Grande (un pueblo que de tan grande nos lo hicieron Ciudad Guzmán, como decía en sus memorias) no sólo se dedicó a la escritura, sino también al teatro (estudiaría a lado de Louis Juvet de la Comedie française), la edición, a promover la cultura y a formar nuevos escritores, incluso; lo vi comentando juegos de futbol.
Varia invención (1949), Confabulario (1952), Bestiario (1959), Confabulario total (1962), La feria (1963) y Palindroma (1971) conforman su obra (aunque también publicó ensayos en diversos medios), que a simple vista parecería breve, pero hizo de la brevedad un arte casi perfecto: le bastaban un par de líneas para tener una historia fantástica o salpicada de ácido humor.
Además Arreola era un tipo memorioso, ningún tema le era ajeno y disertaba horas y horas digamos de Montaigne. Antes de leerlo, lo vi en los programas sobre el Mundial de Italia 90 y en lugar de comentar las jugadas de Gheorghe Hagi, prefería divagar sobre los poetas rumanos. Eso sí, le encantaba el deporte, en especial el tenis, el ciclismo, el ping pong y por supuesto el ajedrez. Sus contiendas con Vicente Leñero fueron legendarias, decía que por una partida era capaz de dejar plantada a la mujer más guapa.
«Sólo intercalé algunos silencios», dijo Borges cuando le preguntaron sobre su encuentro con Arreola y en efecto, estaba tan emocionado de conocer al gran argentino que no paró de hablar ni medio segundo.
Se dice que lo importante es la obra y yo vuelvo con frecuencia a Confabulario, que sin duda es un clásico de las letras mexicanas, aunque en su momento se le tachó de «extranjerizante» (pura envidia-envidia pura). Me gustan todos sus relatos, sobre todo Baby H.P., que mediante el tono del publicista propone que convirtamos «en fuerza motriz la vitalidad» de nuestros niños. A falta de un Herodes postmoderno Arreola imagina un traje lleno de cables y cinturones que transforma en electricidad el movimiento incesante de los hijos, no importa que puedan morir de una descarga o que sean blanco fácil para los rayos, al fin y al cabo en la infancia recae el futuro de la especie, nos susurra irónicamente.
Otro texto que me parece digno de mención es En verdad os digo, que cuenta como un científico desintegrará un camello a fin de dejar sin efectos el texto bíblico que habla de la aguja y los ricos y el cielo. Si el animal atraviesa tan minúscula puerta, los millonarios también podrán gozar de la salvación eterna. Sin embargo, los experimentos no son de a gratis y el final es redondo: «Si Arpad Niklaus es un fabricante de quimeras (…) Nada impedirá que pase a la historia como el glorioso fundador de la desintegración universal de capitales. Y los ricos, empobrecidos en serie por las agotadoras inversiones, entrarán fácilmente al reino de los cielos por la puerta estrecha (el ojo de la aguja), aunque el camello no pase».
Además de la escritura, el jalisciense era generoso con los jóvenes a quienes daba consejos literarios, fundando la linda costumbre de los talleres, que luego practicaron Monterroso, Samperio, Leñero… Por su casa de la calle Río Lerma circularon varias generaciones; pienso en José Agustín, cuya primera novela La tumba, se encargaría de corregir (y publicar).
Fue director de La Casa del Lago, donde montó su célebre Poesía en voz alta y creador de los Cuadernos del Unicornio pero es imposible comentar su legado en un par de hojas. Y la fealdad del sapo aparece ante nosotros como una abrumadora cualidad de espejo, dice el Bestiario, que según confiesa José Emilio Pacheco le tocó transcribir mientras Arreola le dictaba como si leyera un libro invisible. Un espejo que en cien años no ha dejado de sorprendernos.