En muchos barrios de la zona norte de Santo Domingo hay un fervor popular por el Carnaval. En Villas Agrícolas, por ejemplo, hay varias comparsas, algunas de ellas ganadoras de premios como es el caso de la de los Guerreros. Mantienen sus tradiciones y trabajan gran parte del año para poder salir a la calle durante los carnavales de febrero y agosto.
Algunos de sus dirigentes aglutinan a niños y niñas a su alrededor. Aprovechan su entusiasmo para hacer un trabajo de difusión cultural. Les enseñan el significado de las diferentes comparsas, sus personajes y los pasos de las distintas coreografías.
Sus “cuevas” se sitúan en las partes atrás de los lugares más desfavorecidos del barrio. Son “sectores calientes”, donde muchos niños y niñas andan más en la calle que en la escuela, trabajan en talleres de mecánica, descargan camiones a muy temprana edad, se embarazan de 12 años y resuelven sus conflictos a golpes o a puros botellazos.
Afirman con el candor propio de su edad que después del carnaval, la actividad que más le gusta es el robo. Lo dicen a la franca y cuentan como roban un sillón en una casa, como acechan en grupo para preparar sus “golpes”, como sustraen un celular, un monedero o una cartera. Son niños de 5 a 14 años con juegos peligrosos de adultos, son niños que no han tenido niñez y que no tienen nada que perder porque a sus tempranas edades nada de la vida les es ajeno.
Es interesante resaltar que la gran mayoría de estos niños han ido al CONANI de Villas Agrícolas. Fue una época de sus cortas vidas donde estuvieron limpios, uniformados, organizados, donde recibían un aprendizaje y, se supone, algo de cariño. La asombrosa pregunta es la de saber, ¿cómo es posible que en muy pocos años sus vidas se hayan vuelto tan caóticas y la calle se haya convertido en su paradero?
En su mayoría son hijos e hijas de padres asesinados por balas perdidas o en pleitos por drogas, de madres “crackeras”, de trabajadoras sexuales, o de madres niñas incapaces de seguir a su prole. Desde que los niños crecen un poco los abandonan a su suerte. No se molestan para buscar las actas de nacimiento y las fotos a tiempo para la inscripción e inculcarles hábitos de estudio.
Son los marginados del sistema educativo y lo serán cada vez más. Una de las dos escuelas públicas del sector recluta en base a la excelencia y la otra pasó a la tanda extendida dejando una gran cantidad de los niños deseosos de ir a la escuela sin ningún rumbo. Ni hablar de los rezagados.
Cuando van a la escuela, tienen los modales de la calle: violencia, hablan con palabrotas y tienen malas manías. Nada extraño, ya que la vida de cada uno de esos niños o niñas es un drama que cargan al hombro: en la escuela sufren a menudo de falta de atención, de baja autoestima y de dificultad de aprendizaje. Rápidamente se constata que no encajan en un sistema que no hace nada para rescatarlos.
Sin embargo, esos niños desarrollan desde pequeños una verdadera pasión por el carnaval, actividad de luces y brillos, de gozos y ritmos, que les permite -si ellos logran disfrazarse- salir de la realidad de su vida cotidiana. Durante unas horas al año, en febrero y en agosto, ellos se convierten en el centro de atracción. Son el rey que es aplaudido mientras desfila o baila. Disfrazarse les brinda la gloria, dejan de ser Cuicuí, el Mono, el Malo, el Ladrón o el Flaco para ser un samurai, un guerrero, y para 2016 serán egipcios y faraones.
Es una población que no podemos dejar de lado y que hay que trabajar con métodos no convencionales. Del mismo modo que el carnaval es un anzuelo para entrar en el mundo de esos niños y de esas niñas, se necesita promover en estos sectores, una cultura de paz en base a la música y el baile. Más que todo hay que tratar de devolver sosiego a sus almas para llevarlos, poco a poco y en base a la confianza, a la educación formal o técnico profesional.
Antes que el pan de la enseñanza, necesitan de médicos del alma para curar sus heridas y, luego de ese paso, en las escuelas requieren de maestros formados en la inclusión y no en el oprobio.