Las tradicionales expresiones de regocijo por la llegada de las cosechas, inicialmente se percibieron como pálidas respuestas inocentes que no cuestionaban ni ponían en peligro  a un feudalismo triunfante en una Europa que entraba en la fase delirante del Poder, afianzado por la llegada al mismo del Emperador Constantino y protegido por la complicidad de una iglesia católica que abandonó el espíritu revolucionario de las catacumbas y se aferró al goce material del poder temporal.

Fue la fase de la exclusión, donde el objetivo principal por parte del Poder era la “cristianización” de un mundo pagano, donde la “verdad”  era un dogma y su ejercicio era una hegemonía de poder que no se cuestionaba.  Se intentó  hacerlo con las festividades de las cosechas, pero no se pudo, a pesar de que esta permisión, en una primera fase, fortalecía paradójicamente el sistema, por eso pasaba inofensivamente porque aparentemente no representaba peligro, incluso se percibía al revés. Michel Bakhtin escribió con sobrada razón, que estos “eran ritos colectivos donde fantaseados, enmascarados, se transformaban  en “otros”, en una especie de efecto catártico, regulador del equilibrio social”.

Pero cuando estas manifestaciones se convirtieron en catarsis social y la iglesia católica no las pudo eliminar, pasaron a ser condenadas desde el pulpito por San Clemente de Alejandría, Fran Cipriano, Obispo de la Iglesia, el famoso teólogo Tertuliano y el Papa Inocencio II.

La iglesia pasó a “cristianizarlas”.  Numerosas autoridades de la misma, llegaron a la convicción de era “una manifestación importante, popular de la calle, la cual debía de ser  autorizada por el clero”.

El papa Urbano IV, en su Bula Transitorius, permitió que los cristianos pudieran participar  enmascarados en las procesiones de Corpus Chisti.  En la elaboración del Calendario Judeo-Gregoriano, donde la iglesia fijó las fechas oficiales de sus celebraciones, el Papa Gregorio XIII, en el 1582, permitió que los cristianos pudieran participar de las festividades desprendidas de las fiestas de las cosechas durante tres días en lo que se bautizó como las fiestas de carnestolendas,  a realizarse tres días antes del Miércoles de Ceniza las cuales finalmente fueron reconocidas como “carnavales” (“Dejar hacer a la carne”).

Los habitantes originales de la isla de Santo Domingo, no conocían este carnaval de carnestolendas durante el periodo precolombino, el cual fue traído por los colonizadores españoles.  La documentación más antigua, es sostenida por el historiador Manuel Mañón de Jesús Arrendo, quien fuera el historiador de la ciudad de Santo Domingo, certifica que las primeras manifestaciones de carnaval ocurrieron en la ciudad de Santo Domingo antes del 1520, las cuales lo convirtieron en el “El Primer Carnaval de América”.

Este carnaval es una manifestación urbana, una catarsis social, con participación de las diversas clases sociales coloniales, aunque en su división, cada grupo social, tenía definido sus diversos espacios de clase, con fechas fijas, en  bailes de carnaval exclusivos y excluyentes, así como la existencia de un carnaval popular callejero.

Ese modelo, se redefinió con la eliminación de la dictadura trujillista a nivel nacional hasta que el carnaval se convirtió en una reivindicación popular, quedando eliminado y desfasado el carnaval de las elites, el carnaval de salón, en clubes sociales y casinos pueblerinos, para convertirse en manifestaciones populares, donde su protagonista es el pueblo.

Clandestinizado, invisibilizado, paralelamente existía, en Dominicana  y en Haití, un carnaval popular, en un contexto rural, no comercializado, con otras motivaciones, con otras funciones sociales, con máscaras y trajes interrelacionadas con la naturaleza, ecológicos y con relaciones de ancestros étnicos, herencia afro, que yo he bautizado como “Carnaval Cimarrón”, no porque los cimarrones tuvieran carnaval, sino por sus raíces, simbolizaciones y esencias son subversivos y porque el cimarronaje es un concepto de contenidos críticos, rebeldes, cuestionadores, con identidad, porque este es un contracarnaval que se realiza al final de la Semana Santa.

El que quiera “descubrir”, encontrarse con este Carnaval Cimarrón en esta Semana Santa, hermosamente impactante, debe de adjudicar de las conceptualizaciones neocoloniales, renunciar a las racionalizaciones alienadas cientificistas vigentes y en diversos lugares del país, bañarse de Gagá en La Romana, en San Luis, Palavé o Boca Chica;  gozarse las Máscaras del Diablo de Elías Piña y encontrarse con un gagá teatralizado con Cun Cun, la única mujer “jefa de gagá” del país;  sudar con Las Negros de la Joya o El Peje en Guerra,  dialogar sin hablar con los Cocoricamos y las Tifúas de San Juan de la Maguana, para concluir el sábado, domingo y lunes, después de la Semana Santa, con las Cachúas en Cabral, Barahona.

Este inédito carnaval, no tiene nada que ver con el carnaval de carnestolendas europeo traído por los españoles, ni con el carnaval comercializado a nivel urbano, sino que es una celebración por la llegada de la primavera, en comunidades pobres, donde no participan las elites sino los sectores populares.  Es un carnaval ignorado, despreciado, desconocido, con una visión despectiva discriminadora por parte de las instituciones oficiales.  Es un carnaval subversivo, provocador, único, expresión de resistencia cimarrona, patrimonio del país, parte e identidad y de la dominicanidad.