Siempre se ha dicho que el político en su vida tiene dos propósitos: el primero es llegar al poder y el segundo perpetuarse en él. Cuando en el año dos mil Hipólito Mejía, a pocos meses de juramentarse como Presidente, dijo que "el carguito es bueno" desentrañó el misterio que se esconde detrás de la perpetuidad en el poder.
El poder, como la droga, crea adicción y el abandono del mismo despierta unos niveles de depresión que muchos llaman Soledad y más específicamente Soledad del poder.
Y se habla de Soledad porque no es fácil sobrevivir a la ausencia de la sobredosis de lisonja que los turiferarios apandillados dispensan a diario inflando el ego que exige la vanidad.
Cuando se baja el telón y se han apagado las luces se vuelve a la vida real, a esa en que solo nosotros mismos entendemos, nos cerramos en sí mismos y más allá del aplauso cerrado en nuestras memorias de quienes nos vitorean en el apogeo enfermizo del éxtasis, las fotos y los videos es lo único que pervive, por eso todos quieren seguir y todos quieren volver porque, según se dice, es más fácil despedirse del dinero que de los aplausos.
Abandonar el poder amerita de un proceso doloroso de aceptación que es lúgubre, despedirnos de ese "usted es el mejor", "el único que se ha fijado en los pobres", tener el poder de detener el tránsito para que pase él, rodeado de flanqueadores y arropado de seguridad es realmente idílico, por eso quien una vez prueba las mieles del poder difícilmente quiera tragar la hiel del abandono porque cuando nadie los ve ni los adula ahí empieza la muerte y a esa todos le tememos aunque hayamos tenido todo el poder del mundo, de hecho la muerte era la más grande fobia del hombre más poderoso que ha tenido este país: Trujillo.
Por eso nadie quiere despedirse porque el carguito es bueno.