El zar de la res pública, de todas las reses públicas, nombró recientemente a uno de sus fieles servidores en un flamante cargo palaciego. El nombre del cargo era pomposo, el sueldo era lujoso, pero el despacho era pequeño (apenas nueve metros cuadrados) y no satisfacía la vanidad del agraciado. Para remediar el asunto hizo que lo dividieran con una sólida pared de caoba centenaria que separa lo que llama el área ministerial del área o departamento de recepción, y en este último se instaló un escritorio tan grande como el espacio lo permitía (con su correspondiente secretaria ejecutiva). Finalmente se agenció los servicios de dos ayudantes militares, uno para abrir la puerta de entrada al departamento de recepción y otro para abrir la de su despacho.

Historias de San Petersburgo
Historias de San Petersburgo

Todo lo anterior es, desde luego, un cuento (algo que no podría suceder nunca en nuestro gran país), un plagio de algo que escribió Gógol con más gracia y mejor estilo en una época difícil, la del zar Nicolás I de Rusia, el zar de todas las Rusias entre 1825 y 1855:

“…cuentan que cierto consejero titular, cuando le ascendieron a director de una cancillería pequeña, en seguida se hizo separar su cuarto por medio de un tabique de lo que él llamaba ‘sala de reuniones’. A la puerta de dicha sala colocó a unos conserjes con cuellos rojos y galones que siempre tenían la mano puesta sobre el picaporte para abrir la puerta a los visitantes, aunque en la ‘sala de reuniones’ apenas si cabía un escritorio de tamaño regular”.

El escrito de Gógol tiene tanta actualidad como el día en que lo escribió, es algo que pudiera estar sucediendo y sucede ahora mismo en cualquier país gobernado por un zar, con excepción del nuestro, como ya se aclaró. Gógol despreciaba (y también compadecía) a los burócratas, y sobre todo a los burrócratas, y a muchos de ellos los retrató en toda su grotesca deformidad en sus célebres y celebradas “Historias de San Petersburgo”. Este es el nombre de una recopilación de cinco despiadados relatos urbanos ambientados en esa ciudad, escritos entre 1835 y 1842. Entre ellos  sobresale “El capote” o, si se quiere, “El abrigo”, si acaso no son todos sobresalientes.

La mítica ciudad de San Petersburgo fue fundada oficialmente por el zar Pedro el Grande el 27 de mayo de 1703 (más o menos en la misma época en que los británicos arrebataban Gibraltar a España) “con la intención de convertirla en la ventana de Rusia hacia el mundo occidental”. El zar, que era un hombre modesto y un reconocido humanista, no le puso su nombre a la ciudad, sino el nombre del santo de su mismo nombre y en la construcción de la inmensa mole urbanística no se escatimaron recursos, sobre todo recursos humanos:

“La construcción de la ciudad bajo condiciones climáticas adversas produjo una intensa mortalidad entre los trabajadores y requirió un continuo aporte de nuevos obreros. Dado que aquella zona estaba muy poco poblada, Pedro el Grande utilizó su prerrogativa de zar para atraer forzosamente a siervos trabajadores de todas las partes del país. Una cuota anual de 40.000 siervos llegaba a la ciudad equipados con sus herramientas y sus propios suministros de comida. Habitualmente recorrían cientos de kilómetros a pie en filas, escoltados por guardas que, para evitar las deserciones, no dudaban en usar la violencia física. Como consecuencia de su exposición al clima, las deficientes condiciones higiénicas y las enfermedades, la mortalidad durante estos primeros años fue muy elevada, llegando a perecer año tras año hasta el 50% de los trabajadores que llegaban”.

Del esplendor y miseria de San Petersburgo habla Gógol en sus “Historias” y lo que en ellas se ofrece no es un cuadro precisamente halagador.

Como en “La perspectiva Nevski” (avenida Nesvki) mucho de lo que reluce en San Petersburgo parece en principio oro, pero es un oro de tontos, puro espejismo, espejo de miseria, cenagal de infamia donde muchos seres humanos dejan “el alma y la piel”:

“¡No crea usted en la perspectiva Nevski! Yo, cuando paso por ella, me envuelvo más fuertemente en mi capa y me esfuerzo en no mirar nada de lo que me sale al encuentro. ¡Todo es engaño! ¡Todo es ensueño! ¡Todo es otra cosa de lo que parece! Imagina usted que el señor que pasea vestido de levita tan maravillosamente hecha es muy rico… Pues nada de eso. Ese señor se compone sólo de su levita. Usted imagina que aquellas dos gordinflonas detenidas ante una iglesia están apreciando su arquitectura… Nada de eso. Hablan de la manera extraña con que dos cuervos se sentaron uno frente a otro. A usted se le figura que aquel entusiasta que gesticula está contando cómo su mujer tiró por la ventana una bolita a un oficial desconocido…, cuando de lo que está hablando es de La Fayette. Piensa usted que estas damas… Pero a las damas créalas usted lo menos posible.

Contemple lo menos posible los escaparates de las tiendas. Las bagatelas expuestas en ellas son maravillosas, pero huelen a enorme cantidad de dinero…, y, sobre todo…, ¡Dios le guarde de mirar bajo los sombreritos de las damas!… Aunque a lo lejos vuele, atrayente, la capa de una bella…, por nada del mundo iré en pos de ésta a curiosear. Lejos…, por amor de Dios…, ¡más lejos del farol! Pase usted muy de prisa, lo más de prisa que pueda, delante de él. Tendrá usted suerte si lo único que le ocurre es que le caiga una mancha de aceite maloliente sobre su elegante levita. Pero no es sólo el farol lo que respira engaño.

“En todo momento miente la perspectiva Nevski; pero miente sobre todo cuando la noche la abraza con su masa espesa, separando las pálidas y desvaídas paredes de las casas, cuando toda la ciudad se hace trueno y resplandor, y minadas de

carruajes pasan por los puentes, gritan los postillones saltando sobre los caballos y el mismo demonio enciende las lámparas con el único objeto de mostrarlo todo bajo un falso aspecto”.( “La perspectiva Nevski”, “Historias de San Petersburgo”).


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