“El capote” sobresale, entre las obras de Gógol, como una de las más celebradas narraciones. Es de hecho, una de las narraciones más celebradas de la historia literaria, un sitial que comparte junto a “Bola de sebo”, de Maupassant, “La muerte de Ivan Ilich”, de Tolstoi y otros cien títulos y autores en la más selecta y rigurosa antología.
Gógol despreciaba (y también compadecía) a los burócratas, y sobre todo a los burrócratas, y a muchos de ellos los retrató en toda su grotesca deformidad. En “El capote” Gógol hace lo que podría llamarse una disección del alma de un burócrata, admitiendo que los burócratas tienen alma. Pero no de un burócrata cualquiera. Akaki Akakievich, que así se llama, está en uno de los niveles más bajos del servicio público, es un infeliz, un pobre diablo, un ser despreciado por sus mismos compañeros de trabajo, un humillado, un ofendido:
“Cuándo y en qué época entró en el departamento ministerial y quién le colocó allí, nadie podría decirlo. Cuantos directores y jefes pasaron le habían visto siempre en el mismo sitio, en idéntica postura, con la misma categoría de copista; de modo que se podía creer que había nacido así en este mundo, completamente formado con uniforme y la serie de calvas sobre la frente. En el departamento nadie le demostraba el menor respeto. Los ordenanzas no sólo no se movían de su sitio cuando él pasaba, sino que ni siquiera le miraban, como si se tratara sólo de
una mosca que pasara volando por la sala de espera. Sus superiores le trataban con cierta frialdad despótica. Los ayudantes del jefe de oficina le ponían los montones de papeles debajo de las narices, sin decirle siquiera: ‘Copie esto’, o ‘Aquí tiene un asunto bonito e interesante’, o algo por el estilo, como corresponde a empleados con buenos modales. Y él los cogía, mirando tan sólo a los papeles, sin fijarse en quién los ponía delante de él, ni si tenía derecho a ello. Los tomaba y se ponía en el acto a copiarlos”
Lo más sorprendente es que, pesar de eso, Akaki Akakievich ama su trabajo, lo disfruta:
“Difícilmente se encontraría un hombre que viviera cumpliendo tan celosamente con sus deberes… y, ¡es poco decir!, que trabajara con tanta afición y esmero. Allí, copiando
documentos, se abría ante él un mundo más pintoresco y placentero. En su cara se reflejaba el gozo que experimentaba. Algunas letras eran sus favoritas, y cuando daba con ellas estaba como fuera de sí: sonreía, parpadeaba y se ayudaba con los labios, de manera que resultaba hasta posible leer en su rostro cada letra que trazaba su pluma”.
En contadas ocasiones, Akakievich protesta enérgicamente contra las burlas y se hace respetar, muestra la intimidad de su ser y el dolor que en él causa el desprecio:
‘“¡Dejadme! ¿Por qué me ofendéis?’ Y simultáneamente con estas palabras resonaban otras:
“‘¡Soy tu hermano!’ El pobre infeliz se tapaba la cara con las manos, y más de una vez, en el curso de su vida, se estremeció al ver cuánta inhumanidad hay en el hombre y cuánta dureza y
grosería encubren los modales de una supuesta educación, selecta y esmerada. Y, ¡Dios mío!, hasta en las personas que pasaban por nobles y honradas”…
En el feroz clima de San Petersburgo, Akaki Akakievich sufre a causa del frío que su raído capote, su desgastado abrigo no logra mitigar y un día se decide a cambiarlo, pero el capote cuesta un ojo de la cara, casi el equivalente de lo que gana en un año. A fuerza de reducir sus gastos en comida y otros lujos relativamente superfluos, logra sin embargo reunir el dinero necesario y adquiere finalmente la codiciada prenda, un elegante capote o abrigo que cambia momentáneamente su vida social. Akakievich se siente feliz, pero la felicidad dura poco en casa del pobre. Lo asaltan, lo despojan, le arrebatan lo que tiene ahora más valor en su vida. Akakievich recurre inútilmente a los medios a su alcance, la policía, un alto funcionario. Las risas se mezclan como de costumbre en la obra de Gógol con las lágrimas. El capote es todo para él, de la misma manera que la bicicleta lo es todo para el ladrón de la película de Vittoria de Sica, pero al ladrón de bicicleta le va mejor al final.
“Este relato semifantástico causó enorme impresión, aunque sus contemporáneos no entendieron el final sobrenatural por estar escrito de un modo burlón y jocoso.La piedad de Gógol hacia el pobre diablo, su manera de representar al insignificante ‘hombrecillo’, su sentimiento de la injusticia social o quizás universal, inherente al destino de los ‘humillados y ofendidos’, y su compasión cristiana por el débil y el humilde, todos estos temas básicos de la literatura rusa estaban presentes en este grotesco sentimental”. (Marc Slonim, “La literatura rusa”).