Pedro Silverio, en una de sus semanales, imprescindibles e interesantísimas cátedras magistrales de economía y políticas públicas, intitulada “Por qué no soy conservador” (Diario Libre, 13 de marzo de 2015), afirma que el austríaco Friedrich A. Hayek, uno de los economistas más influyentes en el siglo XX, no fue conservador, a pesar de su liberalismo clásico, ya que apoyó “revolucionarias innovaciones” que podían implicar un cambio “súbito y drástico” tendente a provocar “los avances y el progreso de la sociedad”, siempre en la línea de defensa de la libertad y en contradicción con los verdaderos conservadores y con los “progresistas” quienes, sin embargo, no se oponen “a la coacción ni a la arbitrariedad estatal cuando los gobernantes persiguen aquellos objetivos que consideran acertados”, ya sea –según el caso- los de la reacción conservadora o los del colectivismo socialista. A juicio de Silverio, quien aquí sigue a Hayek, “no es de extrañar que con frecuencia ‘progresistas’ y conservadores terminan aliados en los pactos políticos, pues los une un cierto desprecio por las libertades individuales y amor por el ejercicio autoritario del poder político”.
Pero… ¿puede afirmarse que Hayek no fue partidario del autoritarismo, por lo menos como “estado de excepción”? La respuesta nos la da el propio Hayek en declaración al diario chileno “El Mercurio” en una de sus visitas al Chile de Pinochet en 1981: “Yo diría que estoy totalmente en contra de las dictaduras, como instituciones a largo plazo. Pero una dictadura puede ser un sistema necesario para un período de transición. A veces es necesario que un país tenga, por un tiempo, una u otra forma de poder dictatorial. Como usted comprenderá, es posible que un dictador pueda gobernar de manera liberal. Y también es posible para una democracia el gobernar con una falta total de liberalismo. Mi preferencia personal se inclina a una dictadura liberal y no a un gobierno democrático donde todo liberalismo esté ausente. Mi impresión personal –y esto es válido para América del Sur- es que en Chile, por ejemplo, seremos testigos de una transición de un gobierno dictatorial a un gobierno liberal. Y durante esta transición puede ser necesario mantener ciertos poderes dictatoriales, no como algo permanente, sino como un arreglo temporal”.
Como se puede observar, pese a su más que cacareado apego al liberalismo y a las libertades, Hayek en realidad aboga por lo que Herman Heller calificaría en 1933 como liberalismo autoritario, y cuya mejor expresión teórica es lo que el jurista Carl Schmitt –como ha descubierto Renato Cristi- entiende como la necesidad de que un “Estado fuerte” garantice una “economía libre”. En verdad, ya lo ha dicho William E. Scheuerman, hubo una alianza intelectual non sancta entre Schmitt y Hayek, en tanto el economista acoge ideas muy caras al constitucionalista tales como: (i) la existencia de democracias autoritarias y de dictaduras liberales; (ii) la necesidad de contraponer un “Estado total cualitativo” que defienda el libre mercado frente a un “Estado total cuantitativo” intervencionista y social demócrata; y (iii) la inevitabilidad y necesidad de los estados de excepción.
El caso de Chile bajo Pinochet demuestra que, como afirman Schmitt y Hayek, el liberalismo no es incompatible con la dictadura, con lo que el constitucionalista chileno Jaime Guzmán denominaría “democracia protegida” o lo que el propio Hayek llama “democracia limitada”. Lo paradójico es que Hayek cree en los “ordenes autogenerados” como la base de la convivencia social y, sin embargo, es capaz de apoyar a un dictador que destruye el Estado de Derecho precedente, justificando esa acción en que “cuando no hay reglas, alguien tiene que hacerlas”, siempre y cuando, lógicamente, sean las reglas del libre mercado.
Es cierto que el gobierno de Allende es expresión del otro extremo: la de la “democracia ilimitada” que no respeta las restricciones constitucionales, como las relativas a la nacionalización de las empresas, al extremo de que Allende fue acusado por casi dos tercios de los diputados de veinte violaciones concretas a la Constitución. Es más, podría decirse que Allende -a pesar de no ser el sangriento y cínico dictador que fue Pinochet, culpable de la muerte, desaparición y tortura de miles de chilenos- tenía un concepto instrumental de la democracia y las normas constitucionales y no es descartable que, una vez consolidado en el poder con sus reformas socialistas, estuviese dispuesto a cerrar la puerta a la alternabilidad y a instaurar una dictadura marxista leninista, lo que temió la democracia cristiana al exigirle a Allende en 1970 la firma de un estatuto de garantía democrática como condición de su elección como presidente por el Congreso, para proteger las libertades políticas y el acceso a los medios de los partidos políticos, compromiso que el propio Allende posteriormente admitiría aceptar por pura conveniencia.
El itinerario intelectual de Hayek revela los peligros de abogar por una dictadura liberal como la de Pinochet, la de la China post Mao o la que podría establecerse en Cuba con o sin los Castro. Pero también nos advierte que, como ilustra la Venezuela chavista, cuando la democracia no es sujeta a los correctivos constitucionales del liberalismo, destinados a limitar el poder de las mayorías a través de las garantías de los derechos fundamentales y la división de los poderes, se desemboca finalmente en la tiranía democrática, esa que, como bien señala Silverio, defienden los lobos autoritarios vestidos de caperucitas revolucionarias y progresistas.