Regresé al pueblo para encontrarme a mí mismo, como cualquier dominicano ausente.

Regresé como el labriego que pierde la semilla en medio del camino y, cuando se devuelve a recogerla, se encuentra con un almendro. La cerveza en mis manos estaba tan ceniza que, al tocar mis labios, me congeló los sesos. El camarero había sido mi compañero de escuela cuando ambos éramos niños, pero ahora no me reconocía, después de tantos años sin vernos. Entre ceniza va y ceniza viene pensé que nuestra vida se había convertido en una tragedia obscena porque no existe peor cosa que olvidarnos de nosotros mismos como si todos fuéramos  polvo y viento.

– ¿Otra cervecita?- insistió el camarero aún sin reconocerme. Su nombre era Cheo Urbáez y en su cresta habían caído cien pulgadas de pura nieve desde la última vez que nos vimos, cuando juntos leíamos a Dick Tracy y al Llanero Solitario. Sus muñequitos de tinta olían siempre mejor que los míos, pues los forraba de papel celofán y los guardaba en la sacristía de la iglesia donde ambos éramos monaguillos, entre incienso va e incienso viene. Parece que ésto ahuyentaba a los comejenes del vetusto edificio de madera que funcionaba como iglesia y también a los de carne y hueso que pululaban por el pueblo disfrazados de gente. Cheo y yo habíamos sido compañeros de pupitre en el cuarto grado, donde doña Rebeca y el Sr. Del Villar, alias Apretaíto, eran nuestros catedráticos por excelencia.  Este último caminaba como si tuviera una perenne diarrea y, a pesar de ser el director de la escuela, nos burlábamos de él solapadamente cuando lo veíamos marcar el paso junto a nosotros, como un soldado raso camino al retrete. La Chichis, la maestra del quinto grado, sin embargo, fue la que nos inició en los menesteres del sexo. Parecíamos conejos precoces haciendo turno para vernos retratados en sus lozanas pantorrillas de marfil en tiempos pre-minifàldicos.

–  Ahora te toca a ti- me secreteaba Cheo, entrecerrando los párpados como si viniera de un viaje de marihuana, pellizcándome la pierna izquierda. El pellizco sonaba como un tremendo cocotazo que hacía que la Chichis, consciente de lo que estaba sucediendo, se arrimara fingiendo una ira repentina y- ¡paf!- nos pinchaba la oreja izquierda como a dos dumbitos morbosos con mas lóbulo que trompa. Nos arrastraba hasta su seno envolviéndonos en un ballet a trois que solamente disfrutábamos nosotros tres. Inhalábamos su colonia Heno de Pravia a lo natural, como dos potricos perdidos en la sabana . Juntos sufríamos el martirio de sus dos cocotazos, como dos consumados masoquistas iniciados en el arte de confundir el dolor con la caricia. Pero ahora Cheo ni se acordaba y yo no me atrevía a recordárselo. No vale la pena revivir el pasado si la vida nos ha borrado la capacidad de reconocernos, como sucede hoy en Latinoamérica.

– ¡Buchiplumitas!- nos susurraba la Chichis con su inconfundible ronquera de veterana pasionaria caribeña. Nos dejaba sin tímpano después de los jalones de oreja, pero para nosotros equivalían a dos caricias de ninfomaníaca en flor. Una zarzamora salvaje.

– Invítame a una fría- sonó a mis espaldas una voz destartalada que parecía salir de ultratumba. Mis ojos tropezaron con el rostro de un anciano enjuto y arrugado. Sus pupilas se sembraron en las mías, implorando un recuerdo. Su tufo a alcoholismo crónico era inconfundible, delatando que todo pasado había sido mejor. De repente reconocí al Bàsiga, mi otro compañero de infancia, quien junto a Cheo había sido el otro ángulo del triángulo de nuestros días de inocencia. Nos llamaban los Tres Mosqueteros porque siempre andábamos juntos haciendo travesuras. Ordenábamos helados de palito y luego nos dábamos a la fuga como piratas  o salíamos disparados con los bolsillos llenos de canquiñas y de caramelos rancios. Al llegar al hogar nuestras asentaderas se pagaban con creces cada una de estas travesuras, sobre todo cuando se enteraba doña Pura, la madre del Básiga, que lo ponía de rodillas y sin calzoncillos,  después de hacerle cantar uno a uno los cincuenta y siete correazos que dejaba impresos en sus dos nalgas, como dos gomígrafos presidenciales. Los cantaba sin inmutarse y por eso el muchacho parecía siempre inmune al dolor, como algunos políticos de nuestra época que abusan de nuestro pueblo impunemente. Se pronuncian como filósofos y se comportan como criminales profesionales. Estaba entonces de moda la película de Cantinflas “El agente 007” y al Básiga le llamábamos “El Agente 057”.  En una ocasión en que un faul le rebotó en plena quijada derecha, jugando de catcher sin careta, haciéndole escupir un incisivo como al lobo feroz de Caperucita, el Básiga gritó sin inmutarse: “¡Pleibol! ¡A jugá tó el mundo!”  Su adicción al alcohol por falta del cariño paterno lo condenó a envejecer prematuramente, como hace la desnutrición con los pueblos de Latinoamérica, donde los dientes son un adorno innecesario desde hace tiempo.

– Deja tranquilo a este turista…¿no ves que anda de paso?- le espetó Cheo al Básiga.

Dos lágrimas se asomaron a mis ojos pero las oculté cerrando los párpados.

De repente recordé la canción de Leo Marini “Niebla del riachuelo”, cuando cercenaron al algarrobo centenario a la orilla del río que llevaba en sus raíces impresas toda la historia del pueblo. El riachuelo, a dos kilómetros cuesta abajo y ya seco por la indiferencia, había sido testigo fiel de todo lo que había pasado por su corriente pero, como la del Básiga, ya estaba seco. Ambos parecían ahora dos pueblos indígenas  a los que le han sacado los dientes para que no cuenten la historia de sus pueblos.

– ¡Lárgate, Básiga!- volvió a vociferar Cheo en su papel de camarero. En un flash de medio segundo, como cuando se exhuman los restos de un cadáver en el cementerio después de décadas de  muerto, los tres ángulos del gran triangulo se miraron sin reconocerse. Entonces me lancé hacia la salida del bar como un bólido en el desierto.

– ¡Señor, su cambio!- gritaron los dos al mismo tiempo- ¡Vuelva!, ¡Vuelva! Ha dejado en la mesa $1,000 pesos y la cuenta  es de $200-. Todavía ambos mantenían la honradez de la niñez que sólo da la inocencia. En eso no habían cambiado ni ellos ni el pueblo.

– Tome $300 de propina y lo que sobra déselo al anciano- atiné a contestar desde la entrada con los ojos anegados en lágrimas, mientras me preguntaba a mi mismo:

¿Seré yo el que ha cambiado tanto?