¿Qué significa ser un buen lector? La pregunta no es tonta; es esencial para “arrimar el alma” a los libros y crear un hábito lector. De entrada, un buen lector es quien puede dar cuenta del texto. Si la excelencia humana está, según Aristóteles, en el carácter que se genera a partir de la acción buena repetida, de la virtud, entonces, ¿un buen lector es quien lee mucho? En modo alguno.

Aquí la vieja enseñanza: calidad antes que cantidad. Como decía San Ignacio de Loyola en sus Ejercicios Espirituales: «No el mucho saber harta y satisface el alma, sino el sentir y el gustar de las cosas internamente». Este aforismo de la espiritualidad Ignaciana, ¿es un indicio del buen lector? ¿Es el buen lector un complacido con lo que ha sentido y gustado internamente a través de la actividad lectora? La lectura, al igual que la oración o cualquier otro ejercicio ascético-místico, es una actividad silenciosa. Pero es también un silencio sonoro, como señalaba San Juan de la Cruz de la soledad. Es una conversación a dos en la que se interponen otras múltiples voces; estas últimas provienen tanto de quien lee como de lo que se lee. Dos razones: todo texto es una multiplicidad de voces, decía Mijaíl Bajtín; y todo lector va y coloca en la lectura aquello que sabe y que necesita saber. Se es indigente en el acto lector; pero también se es caritativo. Uno se ofrece, pero también recibe más de lo que da.

Julio Cortázar, lector y escritor consumado, dijo que sus relatos y novelas demandaban un lector activo más que un lector pasivo. Entendía como lector activo a quien coloca cosas en los textos, dialoga con los textos, exprime los textos; pero también se dona a sí mismo en la actividad lectora y se pierde. Este perderse era la quintaesencia de la comunicación literaria para el gran cuentista argentino. Por eso la literatura era divertimento, un juego placentero para perderse en el mar de la imaginación y de los mundos posibles. ¿Importaba mucho lo que se aprendía en ese juego? Me parece que Cortázar presuponía al menos dos dedos de frente y entendía que al perderse el alma lectora en los textos, comprendía y salía enriquecida. Esto es lo que llamo la mirada optimista o ideal sobre la lectura y el buen lector.

Ni Julio Cortázar, ni San Ignacio, Ni San Juan de la Cruz fueron docentes ni se ganaron la vida en este oficio. Por lo que no se encontraron con el hecho innegable de que no siempre se comprende lo que se lee y que es más frecuente no entender un texto que interpretarlo a cabalidad. Son creaturas en formación las que te dicen: «no entendí nada, profe». Entonces, ¿El buen lector es quien «comprende» aunque no «guste de las cosas internamente»? ¿El buen lector comprende e interpreta lo que lee y en ello siente y gusta de las cosas internamente?

En términos prácticos me quedo con aquello de que el buen lector sabe lo que dice el texto y sabe cómo lo dice. La vieja e insuperable distinción entre fondo y forma, entre la comunicación del mensaje y el modo en que se comunica, adquieren la primacía sobre el gusto y la reflexividad ensimismada del perderse, como una esponja en el océano.

El buen lector, repito, sabe dar cuenta del qué y el cómo del texto; pero esto no es suficiente. La razón es sencilla: el buen lector se confronta a sí mismo de cara al texto, sale renovado de la experiencia de la lectura. Como plantea Paul Ricoeur, en la actividad lectora se confronta el lenguaje y la vida. En este sentido, el buen lector es capaz no solo de comprender “la cosa del texto” (lo que dice y cómo lo dice) sino también es capaz de interpretar(lo/se).

Un texto es un mundo que se ofrece para ser interpretado y el buen lector no solo capta lo que se le comunica (en un fondo y usando una forma) también confronta su vida con lo leído y confronta lo leído con la vida. Por eso quien lee es capaz de imaginar y habitar muchos otros mundos posibles.