Años después de su muerte, y por mucho que se le exalte desde entonces, Bosch sigue siendo prácticamente un desconocido para las nuevas generaciones, incluso dentro del partido que él creó y formó, en opinión de sus críticos, a su imagen y semejanza. La forma en que se le recuerda no es la que él hubiera aspirado. Los honores que se le rinden no encajaban en su personalidad. No usó nunca la banda presidencial en el territorio nacional y la única vez que se la ciñó fue en México, dos semanas antes del golpe, por exigencias de un protocolo sobre el cual nada podía hacer.
Odiaba los reconocimientos oficiales porque entendía que esa práctica era nociva para la democracia dominicana, al considerar que gran parte de la sociedad la vería como réplica o legado del trujillismo, ávido de medallas y condecoraciones. Por eso, de su pecho pendieron pocas.
Su carácter, a veces explosivo, le granjeó adversarios y mientras se le mantuvo como la única opción de su partido para alcanzar el poder jamás alcanzó la valoración que su capacidad intelectual y su honradez se merecían. Fue después que su enfermedad le sacó de competencia por el más alto cargo de la nación, que Bosch llegó a ser apreciado en la magnitud que su figura política en realidad tenía. Cuando se le derrocó los intentos por presentarlo como otro político corrupto fracasaron porque no había nada insano en su ejercicio político que pudiera usarse en su contra.
Fui siempre uno de sus críticos, persistente como él mismo me comentara una vez, y nunca vi en él una oportunidad real de democracia para el país. Pero no caí en el error de juzgarlo en el plano personal. Con el tiempo acepté que su vida era un referente de moralidad política y el golpe en su contra un error histórico de fatales consecuencias. Ese es el Bosch cuya memoria sus herederos y seguidores deberían enarbolar en estos tiempos difíciles y complejos.