Cuando en enero de 1962 inicié mis estudios universitarios de licenciatura en Química azucarera de la UASD, mi primer alojamiento que se extendería por varios años fue en la calle Julio Ortega Frier a unos diez minutos a pie de Güibia. De este nombre me gustaba su taína procedencia y porque en sus proximidades fue asesinado el presidente Mon Cáceres -1911- una de cuyas hijas casó con un primo hermano de mi madre; el bromista y burlón Manuel Viñas Rojas -Tón-.

Con este precolombino nombre se designaban tres sectores contiguos pero diferentes: de este a oeste estaba primero el antiguo Casino Güibia y club Universitario en los 60; luego el balneario propiamente dicho donde acudían bañistas de toda la ciudad y finalmente y extendiéndose hasta la avenida Máximo Gómez estaba una zona sombreada por almendros y cocoteros provista de rústicos butacones de madera donde uno podía sentarse y distraerse observando el  permanente suicidio de las olas.

Eran inexistentes las casetas de expendio de bebidas, y la actual área de volleyball que antes formaba parte de un deteriorado parqueo; el área de recreación, comida rápida y máquinas de gimnasio al aire libre tampoco existían. En cierta medida era una franja del litoral marítimo capitaleño no intervenido por las autoridades municipales con fines de ornato o embellecimiento, y en el frente enormes solares yermos -llegaban hasta la avenida Independencia- donde se jugaban concurridos desafíos de béisbol.

Cuando me decidía tomar un baño iba al entonces llamado Club Universitario -hoy Club de profesores- donde en los vestidores localizados en los bajos dejaba la ropa. A la izquierda había en ruinas una pista de baile y a escasos metros de la orilla y dentro del mar un trampolín de dos plataformas de lanzamiento. No recuerdo si se ofrecían servicios de comida en la parte de arriba, pero sí haber hecho amistad con un turquito de apellido Isa y su socio Joselín que estudiaban ingeniería civil. Dónde estarán ahora?

Sin temor a equivocarme la sección más animada y divertida -sobre todo los fines de semana- era el balneario público provisto también de vestidores, un trampolín y en especial una pista de baile en buen estado de conservación -en parte techada- con un bar y servicios sanitarios. Los domingos tocaba la orquesta de Antonio Morel muy reputada en esos años y aquello se llenaba hasta los bordes con la flor y nata de los barrios marginados.

En los días de semana había música de vellonera siendo los merengues y en particular la llamada música de amargue los más solicitados. Por haber fallecido trágicamente en marzo de 1964 y por la calidad de sus composiciones e interpretaciones, Rafaelito Encarnación era el más requerido. Otros eran José Manuel Calderón con “Luuna dime tú si ella  me quiere…. También Tommy Figueroa, Luisito Segura, Leonardo Paniagua y otros bachateros promocionados por Radio Guarachita.

Rememoro a Güibia al escuchar: Cariñito de mi vida sabes bien lo que te digo….. También: Aquella noche junto al mar será imborrable para mi… Esta otra: La luna también, ya quiere dormir, duérmete mi lindo querubin. Mi arrebato era “Violeta” un pambiche de Chiquitín Payán vocalizado por Joseíto Mateo que así decía: Es para ti Violeta de mi vida esta canción muy honda que…. Al oír estas y otras canciones por necesidad evoco al Güibia de los 60.

Sobre los vestidores había un corredor encementado contenido por un pequeño muro donde se sentaban visitantes y curiosos quienes se refrescaban con la brisa marina, divertían observando los bañistas y disfrutaban de la densa sombra de los almendros que allí prosperaban. Improvisados encuentros de lucha libre, combates de boxeo, riñas entre borrachos, denuncias de robos de prendas de vestir y discusiones por un quítame esta paja, formaban parte de los proletarios encuentros y pendencias que se ofrecían al público en este singular balneario.

Aunque reconozco que por su desenfado y desparpajo esta parte de Güibia era la más folclórica y atractiva, mi zona preferida era la que en la actualidad sirve de base a pizzerías, heladerías, columpios de sube y baja y demás. Esto así porque enantes no existía nada de eso sino almendras, cocoteros, espesas sombras y butacones de madera ideales para los fines que perseguía: estudiar y hacer los deberes que primero en Química azucarera y después en Agronomía me exigía la Universidad.

Qué placentero era estudiar teniendo por testigos la inmensidad marina, la impenitente brisa yodada y el perseverante olor con reminiscencias genitourinarias siempre reinante a orillas del mar. Olfatear, ventear una brisa que hacía su entrada al país indiferente a las restricciones aduanales y despojada del más mínimo asomo de polución o contaminación, era entonces de un usufructo gratuito que en estos tiempos se ha convertido en un privilegio muy disputado por la población.

Las intervenciones con el propósito de diversificar sus ofertas, mejorar los servicios y embellecer la única playa de la capital del país, no han resultado tan satisfactorias como talvez sus diseñadores se proponían, y por el evidente triunfo del cemento sobre la arena, del plástico sobre la madera y de la uniformidad sobre la heterogeneidad, en las escasas visitas realizadas a Güibia el desaliento se posesiona de mi ánimo y la nostalgia de la imaginación.

Al producirme su actual y vulgar estampa un alérgico resquemor y en el caso de que mi imaginación no quiera esforzase recordando lo que fue pero no es, me permito recrearme viendo en detalle las primorosas fotografías que el free lance Konrad SCHNITZER -Conrado- un judío austríaco que llegó al país en 1938 huyendo de la persecución nazi tomó de diversos lugares del país, teniendo las de Güibia -el viejo Casino, el balneario y la zona bajo sombras- un especial encanto que tienen la virtud de hacerme soñar.