“Una prensa libre puede ser buena o mala, pero sin libertad, la prensa nunca será otra cosa que mala”- Albert Camus.

El llamado “poder de los medios” ha dejado de lado su neutralidad y su proverbial objetividad analítica y expositiva frente a un mar de fenómenos sociales, políticos, económicos y culturales que sorprende, abruma, sulfura y desconcierta a los ciudadanos.

A pesar de que la algunos hechos se exponen y explican imparcialmente gracias al trabajo de periodistas que mantienen estoicamente su compromiso con la tozudez de los hechos, lo cierto es que un grupo creciente de “comunicadores” asalariados tienen como especialidad las mentiras o las medias verdades acomodadas. Este ejercicio periodístico actúa en función de lineamientos dictados por grupos económicos o políticos cuyas cabezas nunca podemos ver.

Así, en la radio, la televisión y la prensa digital y escrita, descubrimos con cierta facilidad una pasión sospechosa por el término “independiente”. Hemos aprendido a ver esta falsa independencia como un medio muy eficaz de engañar, mentir y falsear o distorsionar los hechos objetivos, ahora sin límites en cuanto a los mercados de los oferentes.

Los medios de comunicación de esta época componen un conglomerado de empresas. Su ancestral y distintiva función social -reflejar y exponer de manera honesta, responsable e imparcial los problemas de cotidianidad nacional-, ha sido suplantada por la presentación maquillada, con mucha frecuencia terriblemente distorsionada, de los hechos. Este cambio fundamental, siendo sumamente lucrativo, es también vergonzosamente descarnado en su modelo expositivo y altamente pernicioso en sus efectos sociales.

Como cualquier negocio, los medios de comunicación modernos buscan maximizar sus ingresos. Se pelean con deslealtad por el gran pastel de la publicidad gubernamental. Al firmar contratos con el gobierno, estas empresas no tienen más remedio que imponer duros límites a lo que en ellas se escribe, dice o pretende demostrar. Los términos no podemos verlos, están plasmados en las ultrasecretas líneas editoriales.

Los periodistas, muchas veces todavía conservando el romanticismo universitario, son sometidos a ella de manera casi inevitable. De este sometimiento “suave” al ejercicio abierto del periodismo mercenario, hay una puerta que puede abrirse con mucha facilidad, siempre que tengas talento o habilidades especiales.

Los medios de comunicación de masas buscan ahora afanosamente ganancias extraordinarias en el litoral político. Para lograrlo deben aplicar una especie de doctrina de la verdad no rebelada que consiste en la “preparación” de los acontecimientos o de las infamias según las necesidades de gobiernos y empresarios influyentes. Unos y otros suelen tener apremios muy especiales de desinformación o manipulación de la conciencia social en sus contextos recurrentes de escándalos, virulentos cuestionamientos o convulsiones populares.

También las contratas de estas empresas por los gobiernos buscan con frecuencia limitar, desnaturalizar o censurar los trabajos de los periodistas libres, acuciosos, incisivos, críticos e imparciales. La libre expresión periodística es solo aparente. El derecho de informar sobre las múltiples facetas de la vida moderna con objetividad, seriedad y afán de servir es un mito más de la democracia.

La verdad es que los multimillonarios contratos publicitarios con el Gobierno y el pago de salarios a periodistas desde distintas instituciones públicas, tienen siempre como contrapartida enaltecer o encubrir ilícitas prácticas o forjar pacientemente falsos héroes. Nunca llegaremos a descubrir los innumerables arreglos ilegales y las malvadas connivencias que demanda irremediablemente el cohecho.

Obviamente, en algunos canales de televisión, estaciones de radio y prensa, aparecen algunas voces disidentes, inteligentes, ecuánimes y equilibradas. Pero comunicadores con la capacidad de penetración en la lógica invisible de los hechos, de manera imparcial y objetiva, quedan ya muy pocos ejemplares.

Esos pocos no caben ya en ningún medio, a menos que no sea en un canal de YouTube. Las interferencias de los más ricos, las llamadas y sutiles amenazas oficiales de retiro de contratos, se encargan del exilio involuntario de los más audaces y honestos comunicadores. No son ya libres.

¿Y el periodismo de investigación? Está en franca quiebra. ¿Cuántas de estas corporaciones privadas lo financian para obtener productos de calidad? ¡Que va! El personal de planta gana menos que los operarios de cualquier mediana empresa, que es mucho decir. La mayoría de los periodistas serios o que no han logrado trepar a los vagones del tren de los mercenarios, vive en condiciones muy precarias.

El periodismo crítico está en la orfandad, en el ostracismo impenitente y entre las rejas del poder económico omnipresente. Los medios son menos libres que nunca y, en muchos otros sentidos, los periodistas también. No es extraño que en esta situación cientos de ellos terminen sucumbiendo a las ofertas de remuneraciones competitivas que vienen de los espacios del Estado y del sector empresarial.

Estamos viviendo la moda del periodismo mercenario. Es la época del afianzamiento sorprendente de las llamadas “bocinas” gubernamentales y empresariales.