El dominio del arte de la comunicación es esencial al éxito de toda estrategia de mercadeo político, no importan sus objetivos. En realidad, la comunicación es un arte que todos dominamos en una medida u otra. Cualquiera que sea su área de acción, la gente está tratando continuamente de comunicarse con el resto para transmitir sus ideas, recibir información y adquirir conocimientos. Los diferentes instrumentos para hacer válida una buena comunicación se convierten, pues, en objetos esenciales de la vida de las personas, si bien la mayoría de ellas sólo requiere, por la magnitud de sus necesidades y la naturaleza de sus obligaciones, de una parte limitada de esos instrumentos.
Las consecuencias de una comunicación no eficaz son distintas dependiendo de las necesidades de los emisores, trátese de un profesor en un aula, una madre frente a un hijo, una agencia de relaciones públicas o de publicidad en el desempeño de una campaña de imagen a favor de un cliente, o de un candidato frente a los electores.
El político o sus asesores raramente acuden a la sicología formal o la teoría sicológica al momento de decidir qué hacer o decir al público. Por lo general se basan en sus propias experiencias prácticas acumuladas a lo largo de años. Y es que usualmente el análisis simple de las observaciones pasadas, confieren una idea bastante ajustada de la clase de información que se necesita sobre el auditorio o un núcleo de votantes o potenciales electores. El investigador norteamericano Philip Lesly afirma que en su nivel actual de desarrollo las ciencias sociales no pueden ofrecer todavía una guía o norma precisa para los especialistas de la comunicación. Por eso, dice, “muchos de los procesos de comunicación son todavía un arte”, en que la experiencia y la imaginación creadora son a menudo “las mejores guías para el éxito de la actuación”.
Las ciencias sociales son útiles como un auxiliar de la experiencia. Pueden ayudar a sugerir preguntas que el experto debiera contestar acerca de las situaciones con las que se enfrenta; pueden facilitarle categorías para codificar la experiencia de manera que sean luego más fácilmente accesibles y le ayuden a relacionar sus experiencias con otras. Dada la complejidad del mundo actual y el desarrollo de los medios de comunicación, éstos resultan fundamentales al éxito de toda estrategia o plan de mercadeo político. No creo que pueda concebirse en estos tiempos ninguna campaña, sea ya de imagen de un candidato o de promoción de un producto, que no contemple el uso intensivo de los medios de comunicación, tanto escritos como audiovisuales.
Son interminables los ejemplos que demuestran cómo la influencia de estos medios modifican o cambian radicalmente las opiniones de la gente. Infinidad de estudios experimentales han comprobado—no es necesario citarlos—rápidos cambios de actitudes de parte del público en diferentes países y en épocas distintas, como resultado de lecturas, escuchas de emisiones o proyecciones de películas.
No siempre las estrategias de mercado político dan los resultados esperados. Pueden existir o surgir factores que obstaculicen el alcance de los objetivos de estrategias perfectamente diseñadas. Realidades económicas o sociales, pueden conspirar contra el éxito de una buena campaña de mercadeo político. Hay ejemplos recientes. En jornadas electorales pasadas, de poco valieron la intensidad de campañas de anuncios, publicidad e información, ni el empleo parcial de encuestas para atraer votos a favor de candidatos. Esas campañas fueron casos dramáticos de cómo bajo determinadas circunstancias, el abuso de la propaganda puede llegar a tener efectos decrecientes en el ánimo del público.
Como toda acción de una persona, independientemente de la escala donde se mueva, las estrategias de mercadeo buscan satisfacer algún deseo o necesidades básicos.
Sea la búsqueda de salud, afecto, respeto o poder, el objetivo se relaciona con uno de estos o cualesquiera otros valores, con las variaciones naturales dependiendo del entorno, o en grados menores o mayores según cada caso. Al reconocer la importancia de estas necesidades básicas queda de manifiesto el hecho de que ellas también se hacen necesarias para una acertada dirección de la conducta, elementos que deben formar, a mi juicio, una parte fundamental de todo esfuerzo de mercadeo, sea político o estrictamente empresarial.
La acumulación de información, cualquiera sea la naturaleza de esta—números telefónicos, dietas alimenticias, datos sobre un partido, un político, un producto o una empresa—casi siempre guarda familiaridad con los gustos básicos, hábitos e inclinaciones, etcétera, de las personas. El manejo exacto de esta información por terceros, puede resultar de mucho valor en el diseño y ejecución de una estrategia de mercadeo de los candidatos, de servicios, productos o instituciones.
Philip Lesly, a quien ya mencioné, presta especial atención a este hecho: “Hay una tendencia en cada individuo a tratar de asegurarse que estas diversas partidas de información almacenada, sean armoniosas entre sí y que estén, en cuanto sea posible, acordes con sus hábitos y actitudes”. Por ejemplo, agrega, la experiencia indica que los fumadores son menos propicios que otros a recordar noticias acerca de la relación entre el fumar cigarrillos y el cáncer. Aquellos que tienen un prejuicio contra un cierto grupo de población, tienden a recordar menos hechos favorables y más adversos acerca de este grupo que otros que no tienen aquel prejuicio, y así sucesivamente.
Por lo regular, las formaciones que tienden a interferir con la consecución de una meta determinada son poco útiles y propicias a ser olvidadas o consideradas como insolventes o inconsistentes. Esta teoría se aplica al ámbito de la estrategia política. Es preciso reconocer que la pericia en el lenguaje y las habilidades persuasivas de un candidato, así como los méritos de una buena campaña, no bastan siempre para modificar los criterios del público o para reforzar las opiniones de los grupos que ya comparten una idea o una propuesta política.
Es un error basar una campaña en la creencia de que sólo estos elementos bastan para alcanzar el éxito. La verdad es que bajo determinadas condiciones, ni el más experimentado de los expertos puede ser capaz de influir sobre el auditorio o alcanzar el éxito deseado a través de una campaña a favor de una candidatura o de un proyecto político. Por eso, es fundamental el conocimiento amplio y pleno de los segmentos de público a los cuales va dirigida la acción. Porque una política bien dirigida puede obtener buena comprensión y aceptación, y a menudo esto sólo es posible si el plan se adopta o estudia antes de ponerse en ejecución, ya que si la política adoptada es incorrecta, no responde a los deseos o necesidades básicas del público, probablemente terminará en un fracaso.
Los errores de percepción en el trato con el público suelen ser los tropiezos más frecuentes en las ejecuciones de campañas y estos pueden modificar, usualmente, las posibilidades de un partido. Son muchos los factores, ajenos por lo regular a un partido, un candidato o una empresa, que intervienen en la suerte de una estrategia de mercadeo. Algunas veces, el éxito de una campaña depende de asuntos tan elementales y rústicos como el de poder combinar esta suerte de factores tan diversos y distintos en una misma dirección y en la búsqueda de un mismo objetivo.
Es importante destacar, para ponerle término a esta serie, cuán falsa es la creencia generalizada de que la manipulación puede ser un instrumento efectivo en la comunicación y, por ende, en la elaboración y ejecución de una buena campaña política o de otra índole. Aunque esto no ha sido precisamente la tradición en nuestro caso, la falsedad en la información suele tener efectos contrarios a los deseados, en vista de la capacidad del público para distinguir entre lo real y el engaño.
La mentira juega a veces su papel y puede convertirse, bajo circunstancias especiales y en momentos determinados, en un efectivo instrumento de promoción del “marketing político”, pero como ocurre con un producto mal vendido al que se le atribuyan virtudes o propiedades que no posee, los efectos finales de la manipulación son predecibles, especialmente en sociedades abiertas donde las diferentes corrientes de opinión y la crítica suelen encontrar espacios en los medios de comunicación.
La mentira, el engaño, el ocultamiento de información básica a la población y otros ejemplos de malas artes han desempeñado un papel de primer orden en el diseño y ejecución de muchas de las campañas políticas en el país y a pesar de sus dividendos, el fruto de esa práctica ha ido viciando los procesos electorales hasta el punto de cuestionarlos y sembrar dudas sobre la legitimidad de sus resultados. Bastaría recordar lo sucedido en las elecciones de los años 90 y especialmente la del 1978.
Se han dado muy pocos procesos electorales en este país en que las sombras de esas malas prácticas no los hayan enturbiado. Muchas de esas elecciones han sido pruebas fehacientes de cómo el uso de medios impropios puede decidir el curso de una elección presidencial. Fue la experiencia recurrente con Joaquín Balaguer y más tarde con Leonel Fernández. Ahora bien, ¿podemos abrigar esperanzas de cambios en el futuro? Es difícil predecirlo.