Esa costumbre de conservar papeles a veces te lleva a conservar en la gaveta algunas ausencias.
Reviso las tarjetas que conservo y la primera es la del arquitecto Pablo Morel. Será el noviembre berlinés –la época más sensible del año- o la constatación de cómo las ausencias se convierten en presencias que nos fragilizan, quién sabe, pero uno como cae en esos vértigos de las amistades sentidas, queridas, siempre recordadas.
Pienso en Pablo Morel, en el arquitecto apasionado por las calles, la gente, los colores. Está el fotógrafo, el contertulio en la casa de Carmen Amelia Cedeño y Jean Michel Caroit, o con quien junto a Omar Rancier y Pablo Bonelly esperábamos en el Palacio de la Esquizofrenia a que el mítico Abreu nos trajera un rico café o un mediopollo como un niño espera por su refresco rojo.
Se me aparece aquel Pablo Morel que una tarde me dijo: “Mira –con ese tono tan metálico de voz que tenía-, apliqué en un diseño de un motel aquello que un amigo tuyo planteaba en un poema”. Todo vino a partir de una conversación sobre las urbanizaciones para el placer en la zona de San Isidro, en un local llamado Taj Majal que a muchos ponía loco, en la viejas discusiones sobre si Las Vegas, Robert Venturi y los nuevos arquitectos pops internacionales.
Cuando leía la novela “¡Adiós, libros mío”, de Kenzaburo Oé, también la figura de Pablo Morel emergía al fondo: el arquitecto amigo/enemigo del protagonista había diseñado una casa a partir de un poema de T. S. Eliot, un espacio que debía reflejar todo el sentido de la vida.
El verso al que Pablo hacía referencia había sido escrito por José Rodríguez, profetizando o proponiendo:
“A los moteles le harán puertas pequeñas
para comodidad de las pasolas”.
Nuestro arquitecto había integrado dentro de un motel que diseñó un acceso modesto para aquellos “del montón salidos”, como en el poema de Bermúdez, los que andaban a pie o en motocicletas, que era casi como andar en lo mismo, en esos espacios lúdicos.
Vuelvo a Pablo Morel, y de verdad, siempre recordado Pablo: te extrañamos.