Es notable el influjo de las ideas de José Enrique Rodó expuestas en su obra “Ariel” en la concepción dominicana de la política, del Estado y de los derechos. Conforme Rodó, quien era un fuerte crítico de Estados Unidos y de los intelectuales latinoamericanos liberales que trataron de emular los ideales y valores del  modelo constitucional estadounidense, era preferible un régimen oligárquico presidido por los más inteligentes y los más cultos, que una democracia basada en la igualdad que solo conduce a la “mediocridad” y a la supremacía de “lo utilitario y vulgar”. La sociedad debía seguir un “orden natural” que ordena que únicamente los que son “naturalmente superiores” integren la clase gobernante “natural”. Tan solo debe otorgarse una “igualdad inicial”, para que luego una selección natural a la Darwin y Spencer excluya a los naturalmente inferiores, con lo que se justifica “la subsecuente desigualdad”. A pesar de su preocupación por la cultura, Rodó estaba en contra de la educación pública universal y masiva, la cual entendía como una amenaza contra la alta cultura que propiciaría una sociedad organizada alrededor del orden, la jerarquía, la autoridad, la religión y el gobierno de élite que tanto añoraba.

Las ideas arielistas impactaron en toda Latinoamérica convirtiéndose la obra de Rodó en un verdadero best-seller. En República Dominicana, el arielismo penetra al país de la mano de Enrique Deschamps, a quien le cabe el mérito de haber propiciado la primera impresión de “Ariel” fuera de Uruguay un año después de su publicación original en 1900. Con la honrosa excepción de nuestro Pedro Henríquez Ureña, quien muy temprano se distancia de las ideas de Rodó y de una crítica a Estados Unidos que considera hasta cierto punto menos fundamentada que la de “dos máximos y geniales psicólogos antillanos: Hostos y Martí”, el arielismo unió a los intelectuales en “una especie de credo político cohesionante del movimiento nacionalista que se oponía al invasor yanqui” (Inchaustegui). No por azar estos intelectuales arielistas “encontraron en la dictadura de Trujillo la realización del Estado arielista: la calidad contra la tiranía del número” (Céspedes). Y es que “en el arielismo, la justificación del totalitarismo es una posibilidad” cuando no es posible esa “democracia bien entendida”, que en todo caso excluye al pueblo de participación. Con razón Peña Batlle, justifica la dictadura trujillista afirmando que “la democracia como la entienden y ejercitan algunos países, es lujo que no podemos gastarnos nosotros” y defiende la conculcación de los derechos fundamentales al afirmar que “los métodos de la disciplina, si se quiere hasta exagerados, son imprescindibles en el vivir de los dominicanos”.

El hispanismo, es decir, la admiración por todas las cosas hispanas y la creencia de que Iberia y Latinoamérica forman una raza separada, cobra fuerza con la derrota de España en la guerra con Estados Unidos en 1898, el influjo de las ideas arielistas y la conversión del hispanismo en instrumento de la política exterior de España bajo Franco. Con su énfasis en los valores de la disciplina, el orden, la autoridad, la familia y el catolicismo, el hispanismo sirvió de base ideológica a los regímenes autoritarios que comienzan a establecerse en toda Latinoamérica durante la década de los 30. En su vertiente más radical, el hispanismo deviene en racismo en la medida en que incorpora las teorías raciales que dominaron Europa y Norteamérica (darwinismo social, eugenética y otras teorías de la superioridad racial). El caso dominicano es paradigmático: la ideología racista, anti-haitiana, ha sido tal agente erosionador del proceso de consolidación de un clima de respeto a los derechos fundamentales que sus exponentes, como es el caso de Joaquin Balaguer, han justificado las limpiezas étnicas propiciadas desde el Estado –como la matanza de 1937-, al considerarse que la violencia contra los inmigrantes es una forma legítima de autodefensa nacional.

Hoy, siguiendo el guion de la teoría de la conspiración para la fusión de la isla plasmada por Balaguer en “La isla al revés”, el arielismo, tanto de izquierda como de derecha, tanto de la sociedad como de los poderes públicos, se mantiene como la matriz retorica fundamental del discurso nacional y se recrea en un modelo identitario nacional que, aunque no apela a nociones de “raza”, sí recurre a la idea de una “cultura nacional” amenazada por la “invasión pacífica” haitiana, la globalización, los “dominicanos ausentes”, los partidarios del aborto, los jesuitas, la “música vulgar”, la comunidad LGBT y la sociedad civil financiada por las “grandes potencias”. A este discurso hegemónico contribuye la “traición de los historiadores liberales” que, a partir de los 90, dejan toda la arena publica a la historiografía conservadora y a su presentación de las eras de Trujillo y Balaguer, abdicando de su tarea como intelectuales públicos de advertirnos contra los riesgos del autoritarismo y del ultranacionalismo de nuevo cuño. La única manera de combatir este arielismo eterno es construyendo una nueva hegemonía cultural que sustituya más de un siglo de influencia rodosiana y que tome en serio el Estado Social y Democrático de Derecho y sus valores de democracia, libertad, igualdad, justicia, solidaridad, pluralismo, tolerancia y multiculturalismo.