Uno de los tópicos más recurrentes en mis cursos de filosofía es el problema de la autoridad. Desde los inicios del pensamiento humano encontramos el intento de avalar una afirmación sobre la base de una autoridad en la cuestión que es asunto de discusión.

A pesar de que la Modernidad significó una ruptura con las autoridades intelectuales de la Antiguedad y de la Edad Media e implicó la emergencia de nuevos criterios de validación,  la verdad es que el nuevo paradigma no implicó la desaparición del criterio de autoridad, sino la substitución de los referentes cognoscitivos o el desplazamiento de las autoridades.

Si bien es cierto que se insiste con Karl Popper de que en ciencia no hay autoridades sino especialistas, sabemos por experiencia que no confiamos igual en la opinión de un experto reputado que en el punto de vista de uno que no lo es.

Puede decirse: “¿y cuál es el problema con depositar nuestra confianza en una autoridad? La verdad es que no podemos evitarlo”. No podemos ser expertos en cada una de las cuestiones que necesitamos saber, ni tampoco podemos validar cada una de las opiniones que escuchamos. La mayor parte de lo que sabemos se basa en nuestra confianza en una o varias personas, sean profesores, tutores o autores. Si dudáramos de cada una de la afirmaciones de nuestros profesores o de cada planteamiento en los libros que estudiamos jamás habríamos adquirido conocimiento científico alguno.

Por tanto, nuestro conocimiento requiere de autoridades y no es irracional reconocerlas. Como escribió hace muchos años el filósofo Hans Gadamer: “la autoridad se basa en un acto de razonamiento y reconocimiento”. Es racional otorgar la autoridad a alguien que sobrepasa nuestros límites cognoscitivos y con ello recocemos nuestros propios límites. Sin este reconocimiento asumimos la actitud soberbia e insensata de pretender saber lo que no sabemos.

Lo que no debe confundirse es la actitud sensata de reconocer a un experto como autoridad con incurrir en la falacia del “argumento a la autoridad”. Esta consiste en pensar que las afirmaciones de una persona experta son necesariamente verdaderas porque quien las sostiene es un experto o una celebridad. Mi confianza en un  experto no anula el hecho de que sus afirmaciones deban ser contrastadas con las de otros expertos.

De este modo nuestro conocimiento es un proceso constituido por una tensión entre la duda y la fe con respecto a las autoridades. Si solo existiera la  duda, no se formaría ningún fundamento para articular las tradiciones de investigación que generan el conocimiento científico. Si solo existiera la fe, habría un culto a la tradición que haría imposible las rupturas que marcan el avance de nuestra comprensión del mundo.