Esta columna no me dará de comer. No me quitará el frío. Ni el temeroso deseo de ser feliz.

No podré con ella hacer que otro decida vivir… O que entienda algo que no ambicione entender por sí mismo.

No me ayudará a sofocar aquellas luces que no deben permanecer encendidas. Ni podré con sus letras jugar a nunca haber perdido mi inocencia. No curará el dolor que me comprime el pecho, no me acercará a los ausentes, ni me permitirá susurrar a los oídos.

Con esta columna no podré cruzar los mares, que me alejan de tantos mundos maravillosos. No podré levantar a esta ciudad de las nieblas espesas en las que se sumerge. Tampoco conseguiré  infundir en otros, el aliento de mi propio cuerpo.

No me sirve de techo. No me quita la fiebre. No me apacigua el deseo.

No podré a través de ella, despojar a la belleza de su mentira, ni al impulso de su verdad.

No me provee nada.

Al contrario: Esta columna me lo quita todo.

Los pensamientos que poseo, por su causa me abandonan. Se van con otros. Se vuelven adúlteros y mestizos.

Y sin embargo, esta columna… Más aún, las letras como tal, sin ofrecerme nada aparente me toman por completa. Sin ellas, sin su roce, sin su escape, aunque me quedara vivo el cuerpo, yo estaría muerta.

Y así, al crear conciencia sobre esa realidad, me convertí en el árbol que creció al revés.

Ese que no busca como sustento, lo mismo que los demás. Ese que no teme a la indiferencia de las piedras. Ese que no busca el resplandor del Sol. Sino aquel que se contenta con admirar la forma que toman sus ramas y raíces  mientras van palpando lo desconocido, el camino menos transitado. Aquel que será hogar para las aves sin nido. Aquél, poseedor de frutos que no se empuñan con las manos. Ese árbol torcido, impar y solitario, que en otoño al quedar desnudo, sigue sintiéndose complacido, porque lo enorgullece su tronco, y no sus hojas.