La mañana fresca del otoño invitaba a un paseo relajado, sobre todo en lugares donde la posibilidad del asalto callejero no existiera. Pensé en los predios de la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD), lugares que no recuerdo la última ocasión de haberlos frecuentado, y allí, en las oficinas provisionales de la Junta Central Electoral, situadas en la Biblioteca Pedro Mir, aprovecharía para gestionar mi nueva Cédula de Identidad y Electoral.
Me entusiasmó la idea de recorrer los pasillos por donde tantas veces transité como estudiante de la Escuela de Idiomas y secretaria de la Facultad de Ingeniería y Arquitectura; volver a visitar el Decanato, mi otrora área de trabajo, además de contemplar de nuevo el mural dedicado a “Los Palmeros”, – ¡los muchachos!, como habitualmente les nombramos- Amaury Germán Aristy, Ulises Cerón Polanco, Bienvenido Leal Prandy (Chuta) y Virgilio Eugenio Perdomo Pérez, así como también el de Amín Abel Hasbún.
La vista exterior de la UASD se me antojaba que entraría a otro país. Penetré al campus por uno de sus accesos y definitivamente, con el enrejado de su contorno, resultaba diferente. El ir y venir de los estudiantes, con sus libros, celulares y demás enseres informáticos en manos, recreaban el paisaje.
Además de la ausencia de basuras callejeras – ignoro las condiciones físicas de muchas de sus facultades y dependencias- y el caos vehicular de la ciudad, los jardines lucían vestidos de flores; el sol radiante las bañaba y el medio ambiente resultaba acogedor y agradable, igual a reencontrarme con amigos de larga data.
Frente al mural de “Los Muchachos”, me apenó ver las huellas del tiempo y su evidente deterioro. Sus nombres, muy perfilados, permiten identificarles. En la parte superior del mismo, próximo al rostro de Amín, hermoso el escrito de nuestro don Manuel del Cabral: “Hay muertos que van subiendo mientras más su ataúd baja”. ¡Reflexión y sentencia que vemos cumplir en el transcurso del tiempo!
La explanada de la Facultad de Ingeniería y Arquitectura me refrescó la memoria. Preferí no recordar los malos ratos allí vividos, debido a las intromisiones policiales y tantos atropellos por ellos cometidos durante las jornadas de lucha “Medio Millón para la Universidad”, (años 1969-1970), con fines de lograr un aumento del presupuesto de la Institución Académica, fundada mediante bula papal en el 1538, y reconocida por la corona española en el 1558.
Previo permiso del bedel, subí a la segunda planta en la que busqué las oficinas del antiguo Decanato que una remodelación borró de su sitio anterior. Con la mirada, quise encontrar el lugar de trabajo de Quique – uno de mis compañeros de trabajo – que junto a él, en una de las tantas balaceras, nos refugiamos debajo de su escritorio para evitar que los proyectiles rasantes en las ventanas del ala este del edificio pudieran alcanzarnos. Esos ventanales, aunque no existen, perduran en mis recuerdos.
No podía abandonar las áreas universitarias sin visitar el campo deportivo ubicado frente a la referida Facultad. En uno de sus laterales del sur, se encuentra aquel árbol, tan añejo como las luchas por las desigualdades sociales, e impasible a los años, aún desgarrándose poco a poco, se mantiene erguido, desafiando los embates de la madre naturaleza. Ignoro su nombre y a cuál rama botánica pertenece, razón por la que prefiero llamarlo “el árbol de Virgilio”.
Virgilio Eugenio se encontraba en los meses difíciles de su persecución y aquel día recibí una nota para que nos reuniéramos “en el árbol frente a la Facultad, próximo a la esquina”. Sin duda alguna, ese sería un lugar idóneo para vernos, sin miedos de que aparecieran los intrusos y apresaran a mi hermano, experiencia desagradable harto conocida. Jamás imaginé que cobijándonos bajo su sombra, este árbol sería el cómplice de nuestro último encuentro.
Llegamos a la cita casi al unísono. Nos abrazamos y conversamos sobre la familia. El quebranto letal de nuestra madre le preocupaba grandemente lo que aproveché para pedirle hacer un alto en el camino. ¡Cuán ilusa e inconsciente le parecería! Cuando los hombres empeñan su palabra, no existen enfermedades ni situaciones adversas que valgan, solo lograr el objetivo de la palabra comprometida con sus compañeros, ¡y por la patria misma!, se constituyen en estandarte y norte de sus vidas.
Virgilio no conocía de hacer paradas en el camino de la lucha revolucionaria. Igualmente me lo confirmó Franklin Rancier, su amigo y compañero del faenar político, quien en una reunión familiar me comentara: “Virgilio estaba muy comprometido”. Siempre entendí que ¡solo los acontecimientos de un mortífero 12 de enero del 1972, cortarían las alas del vuelo irrepetible de este hombre!
Virgilio Eugenio, próximo a tu cumpleaños, solo me resta decirte que tu árbol se mantiene erguido, firme y solitario, tal como llevaste a la tumba tu compromiso y tus palabras. Hermano querido, que importa si faltan unos días para reiterarte que siempre te quiero y desearte ¡Feliz Cumpleaños!