Este será el tercer relato que haré para ti, y quizá sea el último, salvo que la naturaleza, en su infinita sabiduría, tenga otros planes.  Desde la primera charla que tuvimos, y que traduje para aquellos que me leen, has cambiado muchísimo. Para la segunda vez sospechaba que algo distinto vendría. Recuerdo en ese primer encuentro: tú, mudo y quieto, y yo mirando hacia arriba para no ver el embotellamiento de autos en la calle.  Inicié la charla, pero tú ya me estabas provocando con tus ramas secas. Luego me hablaste de tus nidos, eran once; los conté con nostalgia porque nunca pude ver un solo pajarito visitándolos, pero podía adivinar cuánta vida hubo antes en ellos.

Pasaron semanas y nos volvimos a encontrar. Antes de ello, tuve la oportunidad de verte más de cerca, de tocar tu tronco y ver cómo estabas cimentado en tierra. Puse mis manos sobre ti, no había humedad en tu piel; igual como lucían tus ramas, parecías seco, pero tu fortaleza era tanta, que te ofrecí una íntima reverencia y mi alma te abrazó. De alguna forma me sentí tan tú, y no porque nuestras condiciones fueran similares, es que muy dentro de mi corazón tuve la certeza de que ambos poseemos la misma esencia. Muchas preguntas asaltaron mi mente. Yo sé que un árbol es mucho más que lo que lucen sus ramas, mucho más que sus frutos y sus hojas. Un árbol, antes y primero que todo también son sus raíces.

¿Recuerdas a cuáles conclusiones llegué cuando nos vimos la primera vez? ¿Recuerdas la reflexión a la que me hiciste llegar, sin quererlo, creo, sobre mis propias raíces? Pues esta vez no pude evitar pensar en las tuyas. Si estarían igual a como luces por fuera, si tendrían la compañía de otras, pues justo al lado tuyo hay un frondoso árbol que luce, vanidoso, muchas hojas y frutos rojos. Yo digo vanidoso, pero es error mío porque son calidades que no creo que posea un árbol. Yo ni se si te enteras que eres árbol y que María se llevó lo poco que salía de tus más fuertes troncos.

Y es que precisamente, María, aquel ciclón que devastó muchas islas de la región caribeña, hizo desaparecer todas las ramas frágiles que te hacían lucir más un árbol y menos una osamenta de madera. Cuando te vi, me pregunté dónde fueron a parar tus once nidos. Yo me había hecho la esperanza, inútil, quizá, de que algún animalito tomara algunos de ellos como parada momentánea, como lugar de descanso, eso en caso de que los animalitos se cansen. ¡Ya ni se! Es que pensé tantas y tantas cosas. Ahora pareces la mano de un gigante con más de cinco dedos, delgados, amorfos, sembrada desde la muñeca.

Amo tu antigua apariencia, esa que nunca disfruté y apenas imagino, amo la entereza con la que insistes en seguir ahí, en esa esquina de la Santiago con Socorro Sánchez. Amo tu valor por estar, aunque doy casi por seguro que nadie te hace caso, ni siquiera los dueños del terreno donde un día te lucías en toda tu gloria. ¿Quién elevará la vista para dar con tus trocos vacíos de vida? ¿Algún habitante de Gascue tendrá una historia qué contar a expensas de algún recuerdo romántico del cual hayas sido testigo? No lo sé, pero es casi seguro que sí, al menos de lo último.

Sabes, muchos de nosotros somos como tú. Estamos parados, insistimos en ello, tenemos partes secas, raíces muy arraigadas, somos necios, quietos, nos mantenemos de pie, con las manos secas y ásperas, como tus troncos, abiertas, ya sea para dar o para que nos den, ¿Qué? Amor, compañía, abrazos, regaños, respuestas, preguntas…. alegría.  Y Debajo de ti, así como de mí y de todo ser vivo, hay una red de raíces que nos unen. Esas raíces están ahí, sosteniendo la realidad y dándole sentido, bueno, malo o regular a todo cuanto hacemos, o dejamos de hacer.

Algo más sobre lo que estoy segura es que muerto no estas. Tú eres materia y esencia y ellas no mueren, se transforman. Solo que nosotros los seres humanos insistimos tanto en la apariencia y las formas, nos empeñamos en el vestido, y cuando no nos cubre como queremos, damos por terminado el juego; pero no, tú estás vivo, y estoy casi segura que estas en pleno proceso de transformación, uno que puede durar mucho tiempo, probablemente más del que yo pueda ver. Pero muerto no estas. Tu eres árbol, nunca dejarás de serlo, aún sin hojas que dancen a la par del viento, sin nidos, sin frutos, sigues siendo árbol. Tu esencia va más allá de la parafernalia de tu otrora indumentaria natural.

Mi fe insiste. No sé si estas sean mis últimas líneas para ti. Nos seguiremos viendo, y si vuelves a convertirte en prosa dentro de mí, puedes jurar que además de árbol, continuarás siendo letra.