Si bien es cierto  que vivimos en un mundo profundamente impactado por el egoísmo, el egocentrismo y otros perjudiciales males y antivalores, si a todos nos quedaran pocas horas o días de existencia, seguro que observaríamos todas las líneas telefónicas, los chats, correos electrónicos y otros medios saturándose de personas tratando de  comunicarse con alguien para decirle: ¡Perdóname! o  ¡te amo!

En el seno de nuestras familias, y en la sociedad a la que pertenecemos, resulta difícil expresar palabras como: ¡te quiero!, ¡perdóname!,  ¡ayúdame!, aunque debemos tomar el correcto rumbo que nos conduce a decirlo y llevarlo a la práctica por sus grandes beneficios, porque si vemos a  nuestro alrededor, notaremos  que  las personas  más felices y realizadas son la que han tenido la valentía y sabia decisión de convertir estas palabras en parte integral de su diario vivir, para de esta manera mejorar nuestra supervivencia como seres humanos y edificar una nación  soportada en los niveles de paz y esperanza que pobres y ricos necesitamos.

Estas razones tan ciertas y palpables, nos deben llenar de fortaleza y confianza, para tener como meta la plena vivencia de estos valores que Dios nos ha regalado, procurando siempre ir en auxilio de alguien que esté necesitado de misericordia, perdón y  amor, palpando los grandes resultados que engendra  en el desarrollo humano y la paz social el  hecho de que edifiquemos nuestras vidas en la vocación de bien y en el bienestar colectivo.

Para encarar los graves problemas que nos laceran y que nos impiden crecer individualmente y colectivamente, debemos asumir el rumbo propuesto,  por ser el instrumento más noble y eficaz que tenemos a nuestro alcance para vencer el mal  y  conducir por  senderos luminosos a nuestras  comunidades y al Estado, en procura del establecimiento de un mejor entorno social para las presentes y las futuras generaciones.

Todo lo expuesto,  nos llama y convoca a todos sin excepción a sumergirnos en un serio proceso de reflexión y cuestionamiento, a fin de determinar qué estamos dando de sí mismos para edificar y construir mejores familias y por ende una mejor sociedad, y sobre todo, para entender la dimensión  que tiene en su práctica colectiva: el amar, el servir y el dar.