NUEVA YORK – La decisión del presidente estadounidense Donald Trump de retirar las fuerzas estadounidenses del norte de Siria y dejar a los kurdos de la región a merced de la incursión militar de la vecina Turquía fue pésima, por varias razones. Las fuerzas kurdas que controlan la región han sido el principal socio de Estados Unidos en la lucha contra Estado Islámico (ISIS). El abandono de Trump reforzó las dudas que ya había en la región y en el mundo respecto de si Estados Unidos sigue siendo un aliado confiable.
La decisión también creó condiciones que permiten la salida en libertad de cientos y acaso miles de terroristas de ISIS detenidos en prisiones custodiadas por los kurdos, que previsiblemente reanudarán actividades terroristas tan pronto se les dé la oportunidad. La pregunta no es si las fuerzas estadounidenses tendrán que regresar a Siria a combatir a un ISIS reconstituido (probablemente sin un socio local que soporte la peor parte de los combates), sino más bien cuándo. En tanto, los kurdos recurrieron al gobierno sirio para que los proteja de las fuerzas turcas, una jugada que permitió al régimen brutal del presidente Bashar al-Assad (respaldado por Rusia e Irán) reafirmar el control sobre buena parte del país. Por su parte, Estados Unidos perdió casi cualquier poder de influir en la determinación de una salida política en Siria.
La errada decisión de Trump parece surgida de su deseo de cumplir la promesa que hizo en la campaña electoral de 2016 de retirar el ejército estadounidense de Siria y de Medio Oriente en general. Pero se plantea entonces una duda más amplia: visto el impacto negativo de la decisión, ¿qué le hizo pensar que tendría buena acogida en Estados Unidos?
Una explicación es que Trump confunde una presencia militar por tiempo indeterminado con una “guerra interminable”. Esta confusión es costosa. Lo que hacía Estados Unidos en el norte de Siria era inteligente y eficiente. Las fuerzas kurdas se encargaban de la mayor parte del combate a ISIS, mientras que Estados Unidos sólo hacía un pequeño aporte, limitado en gran medida a proveer asesoramiento y apoyo de inteligencia. Además, la presencia estadounidense restringía las acciones de turcos, sirios, rusos e iraníes. Con la retirada de las tropas estadounidenses, esa restricción desapareció de un día para el otro.
En un sentido más fundamental, la decisión de Trump entronca con una vieja tradición estadounidense de aislacionismo, cuyo linaje puede rastrearse hasta los Padres Fundadores. Esta tradición había remitido durante la Guerra Fría, pero reapareció hace poco al calor de la “fatiga de intervención” provocada por las largas y costosas guerras en Afganistán e Irak. La refuerza la difundida percepción en Estados Unidos de que hay muchas necesidades internas insatisfechas, desde infraestructura hasta salud y educación. Y contribuye al giro aislacionista una falta de énfasis en las escuelas y en los medios de comunicación estadounidenses en lo referido a la política exterior y el mundo.
El eslogan “Estados Unidos primero” de Trump se basa en la idea de que los costos del liderazgo mundial de Estados Unidos superan con creces cualquier beneficio. Según esta concepción, los recursos que se gastan en activismo internacional hallarían mejor uso fronteras adentro.
Pero por más atractivos que parezcan esos argumentos, la noción de que Estados Unidos puede simplemente darle la espalda al mundo y seguir prosperando mientras el orden global se deteriora está muy equivocada. Trump ha dicho muchas veces que Siria no es fundamental para la seguridad de Estados Unidos, ya que según señaló, está a miles de millas de distancia. Pero el 11 de septiembre de 2001 los estadounidenses aprendieron del peor modo que la distancia no es garantía de seguridad. Y las enfermedades infecciosas, los efectos del cambio climático y los intentos de subvertir elecciones tampoco respetan fronteras nacionales.
Los costos del papel global de Estados Unidos son considerables por donde se los mire. El presupuesto de defensa por sí solo asciende a 700 000 millones de dólares al año, y las partidas de inteligencia, ayuda al extranjero, diplomacia y mantenimiento de un arsenal nuclear llevan el gasto nacional total en seguridad por encima de los 800 000 millones de dólares. Pero como porcentaje del PIB, es mucho menos del promedio durante la Guerra Fría. Y la historia muestra que la economía estadounidense floreció incluso con este alto nivel de gasto.
Es verdad que Estados Unidos tiene muchas deficiencias internas, que van de la educación pública a la salud, pero en su mayor parte estos problemas no son resultado de falta de gasto. Estados Unidos dedica a salud más de dos veces el promedio de la OCDE, pero los estadounidenses no viven más años ni son más saludables. Asimismo, el alto gasto en educación no genera mejores resultados que en países que gastan menos. Siempre es más importante cómo se gasta el dinero que cuánto.
Pero estos hechos son prácticamente irrelevantes a la hora del debate político. Muchos de los precandidatos en busca de la nominación demócrata para desafiar a Trump por la presidencia en 2020 comparten al menos algunas de sus ideas aislacionistas, y las encuestas de opinión revelan que muchos estadounidenses también piensan así. Trump es un reflejo de la atmósfera imperante en Estados Unidos tanto como es su causante, y es probable que cierto grado de “trumpismo” (un deseo de abandonar los compromisos internacionales en general y los militares en particular) lo sobreviva.
En algún momento las cosas cambiarán. La historia sugiere que los períodos de aislamiento suelen terminar en respuesta a alguna perturbación geopolítica importante y luego dan paso a períodos de intensa actividad. El problema es que esas perturbaciones tienden a ser costosas en términos de vidas humanas y recursos. Pero por ahora, y hasta donde es posible prever, es improbable que Estados Unidos ejecute una política exterior a tono con sus intereses y su fuerza.
Traducción: Esteban Flamini