En Columbus, Ohio, hace 28 años, para ser exacto el 4 de julio de 1987, compartía con amigos latinos de la Universidad OSU en un apartamento del complejo para  estudiantes graduados,  University Arms.  Día de la Fiesta de Independencia en la tierra de los Bravos y Libres, especiales de cervezas baratas americanas, espirituosas de cada país representado,  merengue, salsa, vallenato, rumba, saludos efusivos y conversaciones a un volumen que servía de orientación a los invitados que llegaban tarde.

Un estudiante taiwanés, del edificio de al lado, se presentó en pijama para pedirnos bajar un poco la música, parece que le impedíamos hacer el último repaso para el examen de una materia que estábamos seguros tenía en A+.  “Pero chico, chamo, cuate, vale, men, tiguere, ¿a quién se le ocurre estudiar hoy? Entra quédate, no, Okey la bajamos.”  Como se rompió la promesa a los veinte minutos, el agraviado llamó a la policía y dos agentes se presentaron a calmar el jolgorio, para sorpresa de todos los latinos presentes.   Cortésmente nos informaron de una queja por ruido y solicitaron que la fiesta no molestara a los vecinos.

Así lo prometimos y el tópico inmediato de la conversación fue cotejar si en nuestros países de origen la policía actuaba de esa manera. El consenso fue que no.  No pierden tiempo en esas pendejadas, menos un día de fiesta nacional; le dicen que si le consiguen para la gasolina mueven la patrulla; aprovechan la queja para ir a la fiesta  a buscar coimas o llevarse sus birras; atienden  dependiendo de quién llama, a estudiante extranjero ni puto caso le hacen; la fiesta se para con llamada anónima acusando de que se está fumando droga o hablando mal del gobierno; si hay alguien pariente de persona influyente, dejan a un policía cuidando la puerta y al otro lo mandan a regañar al aguafiestas;  mejor sacar puntos de menos y sufrir,  que quedar marcado en el barrio por chivato o amigo de la policía.

Poco a poco volvió a retumbar la música y el estudiante chino que quería la paz, volvió a llamar a la policía. Esta vez los agentes tocaron la puerta con más fuerza y llegaron con cara de pocos amigos. Por eso nos apresuramos a presentar  excusas y prometer que eso no volvería a pasar.  “Sí así será, porque esta fiesta ya se acabó.”  El mensaje, con su invitación implícita para abandonar el apartamento,  se entendió clarito, sin importar nivel individual de ingesta de alcohol.  El primero que iba a salir fue un amigo colombiano. Hecho mano a su cassette de vallenato y botella de aguardiente que todavía le quedaba un cuarto, pero el oficial anunció, para tristeza de todos menos del anfitrión, que las bebidas se quedaban en la casa.  Durante todo el verano, al encontrarnos los que estuvimos hasta el final de la fiesta, el saludo automático que nos salía era: “¡The party is over! ¡The booze stay!”

Este encuentro con las normas que deben prevalecer para vivir en paz en una sociedad, comunidad, ensanche o apartamento, hace casi 30 años, lo acabo de recordar por lo siguiente.  Sábado, 20 de diciembre 2014, siete y media de la mañana.  Un camión con cama de plancha de aluminio se presenta a recoger las tablas que no pudieron llevarse ayer, en la construcción o remodelación que inicia en el terreno de al lado del edificio donde vivo. Al segundo estrellón que le dieron a unas tablas, desde el balcón menciono a un trabajador que si no ha visto la hora, que son las siete y media. Su respuesta desaprensiva “¿Y….?”

Hice esfuerzo para contestarle sin perder la calma, ya que esta es la primera de las 3,257 situaciones de abuso que en promedio ocurren durante la construcción de un edificio.  Dije que esa no es hora de empezar a trabajar, que hay personas durmiendo y que de ser necesario lo puede hacer sin hacer ruido.  Pareció entender. De hecho me hizo demostración, en la que sentí un poco de burla, de cómo iba a colocar las tablas despacio y sin hacer ruido.  Así lo hizo y evité que empezará tan temprano el infierno en que una informalidad agresiva y sin control ha convertido cada cuadra o espacio público de esta ciudad, paguen o no el impuesto a la mal llamada vivienda suntuaria.

Guagüitas anunciadoras; motores con dos altoparlantes; pregón ensordecedor del aguacatero, amolador o limpiabotas; evangélicos que te tocan el intercom para predicar o vecino ahora pastor que convierte vivienda en iglesiateca;  acoso de los que endrogados quieren compulsivamente que le de dejemos limpiar los vidrios;  dementes que deambulan semidesnudos con uñas de puñal;  aceras ocupadas por paleteros, coqueros y puestos de frutas o por automóviles estacionados por irresponsables compañías de Valet Parking; parques que son dormitorios o baños de los vagos y cementerios municipales, centros autorizados de profanación de tumbas y panteones;  calles que sirven de atajo a las voladoras y conchos del transporte urbanos; taxistas ocupando espacios públicos; bares autorizados operar al lado de casas de familia y colmadones o drinks que destruyen el entorno.

Estas son algunas cuentas del rosario de cosas están haciendo la ciudad imposible de vivir. Se denuncian todos los días, pero no hay forma efectiva para que el ciudadano agredido pueda requerir la intervención de la autoridad para corregir los entuertos.  La policía es ciega y sordomuda. El alcalde, viviendo su fantasía.  En la justicia,  jueces de paz de adornos. En la ley se dice para que están, pero no hay interés en promover esa instancia para resolver los conflictos cotidianos.

Contra esta espiral asfixiante de ruido salvaje ha surgido ahora la esperanza de llamar al 911 para reportar abusos. Un gran paso inicial de avance porque en los sistemas quedaran grabadas las quejas de ciudadanos que por décadas estuvo ignorando la policía, la conducta que, hace casi tres, tuve que reportar en la fiesta que acabó la llamada del oriental.   Ya veremos, en par de semanas, si con esto se podrá poner a la barbarie en reversa en el 2015 para acercarnos a lo que era Columbus, Ohio, en 1987.