¿Quién en el béisbol tiene madera de héroe perpetuo? La lista puede ser de tres, cinco o diez nombres, pero sin duda, presidida por el de Babe Ruth. El Bambino de Oro disfruta de un primerísimo lugar en el Olimpo de los batazos y las pichadas.
George Herman Ruth Junior nació un día gris y gélido de febrero de 1895 (o tal vez era soleado y con abundante nieve), en una familia modesta de Baltimore; en la esquina noreste de Estados Unidos. Desde muy chico lo mandaron a una especie de escuela-orfanatorio, la St. Mary’s Industrial School for Boys, donde enseñaban diversos oficios pero, lo importante, lo fundamental, fue que allí descubriría el juego de la pelota caliente y el talento extraordinario que tenía para practicarlo.
Unos mencionan que le apodaban Babe por esa cara de niño travieso que anunciaba un cuerpo enorme, robusto, de casi 1,90 metros y muchas, muchas, libras. Otros, porque así le decían sus compañeros: Jack’s newest babe, el nuevo bebé de Jack, el propietario de los Orioles de Baltimore, el primer equipo que le echó el ojo, aunque en aquellos años, la novena no competía en la Gran Carpa y pasaría, luego de un par de meses, a los Medias Rojas de Boston.
Su faceta más conocida es la de bateador, pero jugó todas las posiciones: tercera base, parador en corto, receptor… incluso fue un magnifico pitcher, comparte, por ejemplo, un record con Pedro Martínez, el de 17 juegos ganados, dejando en cero a los rivales.
Su pase del Boston al Yankee fue todo un acontecimiento. Le dieron cien mil dolarcitos para convencerlo, que en aquel 1920 era mucha, mucha, mucha plata y aquéllos se quedaron como tontos suspirando por su estrella. Además, cuenta la leyenda que la partida incluyó una maldición: los inquilinos del Fenway Park no volverían a ganar un campeonato. Hechizo que duró una eternidad, hasta el 2004.
En su primer año en la Big Apple, la franquicia vendió un millón de boletos. La gente abarrotaba día con día el graderío para verlo pararse –del lado izquierdo del homeplate– y batear con galanura y potencia. Con excelente visión comercial, que algunos envidiosos llaman codicia, los dueños pensaron en un recinto mayor y compraron un terreno allá por el Bronx, donde el precio del metro cuadrado era más barato. De esta forma nació el Yankee Stadium. Aunque se decía que fue el señor Ruth el que realmente lo había construido y sí, estaban en lo cierto: The house that Ruth built.
Anécdotas hay muchas: adoraba a los niños, los iba a visitar a hospitales, escuelas, orfelinatos; quizás la más conocida sucedió durante la Serie Mundial contra los Cubs. La gente le chiflaba, le insultaba, diciéndole hasta de lo que se iba a morir. El lanzador pasó el primer strike y Babe ni se inmutó. Otra bola rápida, otro strike. Dos y nada. El griterío continuaba. Entonces, según la leyenda, levantó el brazo apuntando hacia el jardín central: El batazo irá por aquel lado, atentos, decía su gesto. Sin embargo, los de Chicago no comprendieron hasta que la canica desapareció, dejando un silencio de pesadilla. Un cuatro-esquinas anunciado. Los Yankees ganaron la serie por barrida, uno de los cuatro campeonatos que consiguió Don Babe.
Muchos años después de haber conectado el último jonrón, el número 714, que lo dio por cierto en Pittsburg, –seamos precisos, ese día pegó «solamente» tres, uno de los cuales sobrepasó los techos del Estadio–, Jorge Pasquel, el empresario que presidía la Liga de Beisbol, lo invitó a México. El Sultán del Bateo ya andaba por los cincuenta años y masticaba una rabia amarga, porque los dueños allá de Gringolandia nunca lo dejaron dirigir…
El 16 de mayo de 1946, Babe y su esposa fueron recibidos con todos los honores. Los llevaron a ver corridas de toros, a comer tacos picantes y demás platos exóticos y claro, ¡A ver un juego de beisbol! En el Parque Delta, la afición estuvo más atenta a la figura del pelotero que a las acciones entre los Alijadores de Tampico y los Azules de Veracruz. Curiosamente, hoy en día ya no existen ni el parque, ni los Alijadores, ni los Azules. En lugar del estadio, construyeron un centro comercial, feo, repetido, sin gracia…
Era tal el furor que suscitaba el Bambino que don Jorge le ofreció hasta las pirámides de Teotihuacán. Que sí quería manejar una novena, que sí quería ser directivo de la Liga, que si esto, que si lo otro. Él, aunque estaba muy a gusto, tenía que volver a New York, el cáncer le había saltado a la garganta y debía someterse a un tratamiento. Así que lo único que lograron conseguir, fue una breve exhibición durante el duelo entre los Diablos de México y los Azules de Veracruz.
Era el 30 de mayo de 1946, la fanaticada, obviamente, llenó el parque y coreaba el nombre de Babe con alegría y admiración, tenía en frente al mejor cañonero de todos los tiempos hasta que otro grande, Hank Aaron lo destronara en los setenta, medio siglo después, luego vendría Barry Bonds, pero la sospecha de la trampa con esteroides ensombreció su hazaña…
Pasquel se disfrazó de cácher y el Sultán del Swing se trepó a la lomita para disparar un par de rectas cansadas: «Hace tres años prometí no volver a lanzar, pero el público mexicano se ha portado tan bien conmigo que romperé mi promesa. No esperen mucho de mí, pues tomen en cuenta que ya tengo 52 años». Consignó periódico el Universal.
Posteriormente se acercó a la caja de bateo y los aplausos se multiplicaron. El abridor cubano Ramón Bragaña quiso ridiculizarlo mandándole una bola rápida, pero el manager de Los Diablos, enojado, le aplicó la grúa enseguida y puso en su lugar a Alberto Romo Chávez. Pásasela suave para que le pegue, le ordenó…
Un swing magnifico y ¡Zaz! La pelota huyó a esconderse detrás de la barda del jardín derecho. Los románticos insisten en que ese fue el jonrón 715, el último del ídolo de los Yankees… El final ya lo conocemos: En agosto de 1948, llegó la muerte. Inoportuna y fatal, le aplicó el out definitivo del que nadie, ni Babe, ha podido escaparse…