En las tempranas horas del jueves 31 de octubre de 1918, la pandemia de influenza española que habría de cobrar más de 20 millones de víctimas en el viejo continente le arrebataba la vida a uno de los más estelares artistas plásticos austriacos en toda la historia de dicha nación: al Egon Schiele de 28 años que tres días antes acababa de perder a su mujer Edith, embarazada de seis meses, a causa de aquel asesino mal. Schiele, tras abrazar a su mentor Klimt contando con apenas 16 años, logró desarrollar un particular y personal estilo centrado en la exploración de la figura humana sexuada, sobre todo la femenina, erotizada y libre. A través de una propuesta pictórica que inquietaba profundamente al conservadurismo moralista finisecular y simultáneamente complacía la revolucionaria escuela secesionista más acorde con la novísima visión del mundo que defendían Freud, Otto Bauer, Mahler y Kokoschka, el trabajo de Schiele sacudió el pensamiento de la época en una telúrica afronta por la que 100 años más tarde aún sigue siendo condenado.
El desnudo, que a través de las civilizaciones representó los principios y moralidad de las sociedades, la mirada religiosa y mitológica, la erótica y la anatómica, y, por supuesto, el ideal estético del arquetipo fue vinculado también al culto a la fertilidad en la Antigüedad; a los símbolos místicos, sobre todo en la escultura, hasta arribar al antropocentrismo humanista que invadió el Renacimiento donde recobró vida. Mas, fueron los helénicos quienes fundaron el desnudo en sus múltiples expresiones en la vida social imperecederamente reveladas a través de las artes plásticas.
“Que una sociedad vestida exponga a la mirada pública a sus dioses y héroes desnudos es algo insólito, extraordinario y asombroso. Que además invente un desnudo irreal e imposible, con una fuerte apariencia de veracidad, del que deriva miles de años después nuestra forma de representar, de entender y de mirar el cuerpo humano, es una hazaña. Ninguna cultura ha imaginado, dibujado o esculpido nunca como modelo único un cuerpo excepcional, que no pertenece a la mayoría y cuya singularidad además convertirá en norma “clásica”. Esta invención, de una innovación y atrevimiento sin precedentes, es quizá el legado más importante que nos ha dejado la Antigüedad”. Son estas las palabras de la académica Carmen Sánchez depositadas en La invención del cuerpo (SIRUELA, 2015), ensayo que desglosa la epopeya que el erotismo y la anatomía humana protagonizaron en el mundo clásico de la Grecia primigenia y que siglos más tarde conformarán la accidentada concepción occidental de la figura masculina y femenina.
Ciertamente, los estudiosos han establecido que el desnudo es una forma de arte inventada en el siglo V a.C. griego, la única que sobrevivió hasta nuestros días, constituyendo así el mayor vínculo con las disciplinas clásicas con que contamos y que desafortunadamente la sociedad de la imitación, de la fugaz banalidad y la belleza mercantil ha deformado depositándola en los pixeles de la mentira digital que invade el entorno por doquier. Hablamos aquí sobre todo del desnudo femenino cuyo “valor” sensual fue lanzado a la mirada pública por vez primera en la Afrodita que yace en el frontón principal del Partenón de la acrópolis ateniense.
Es justamente el poderío de la anatomía femenina lo que al parecer provoca una curiosidad insaciable en Schiele, hecho revelado en miles de imágenes donde la línea juega un papel fundamental en la creación de acuarelas, lienzos y dibujos que a propósito de su centenario han sido expuestos colectivamente en múltiples pinacotecas europeas. Tanto el museo Leopold como la casa Albertina en la Viena que le vio morir, la Neu Galerie y el mítico Metropolitan, ambos en la ciudad de Nueva York, celebran la genialidad de un artista que “apenas” fue rescatado del olvido a fines de la década de los 50. La recién inaugurada muestra “Obsession: Nudes by Klimt, Schiele, and Picasso” en el Met Breuer hace lo propio integrando además obras de aquellos otros dos maestros de la pintura moderna en quienes lo erótico, y en particular, lo femenino, constituyó una perenne fuente de inspiración creativa.
A Schiele le obsesionaba la fisicalidad, ha dicho algún crítico, y las inusuales posturas que sus vívidas modelos adoptan así lo confirma: mujeres arrodilladas, semidesnudas, sosteniendo sus pechos, exponiendo la vulva o revelando los torsos de forma más explícita y provocativa que los trabajos de Klimt. Que no quepa duda, estos trazos de seguro sacudieron al observador de aquel fin de siècle quien, atrapado entre lo tradicional y lo moderno y ante a la indiferencia mostrada por Schiele hacia las convenciones moralistas, con toda seguridad hubo de incorporar a su pensar la afronta freudiana contra la sexualidad del establishment que empezaba a tambalearse.
¿Están siendo mostradas como objetos estas mujeres? Justo cuestionamiento si se tiene en cuenta que los rasgos misóginos, por demasiado tiempo, han permeado la tradición religiosa, médica, filosófica y psiquiátrica en lo referente a la conformación del cuerpo femenino en Occidente que le vio primariamente como carne reproductora y fuente de placer, y casi nada más. Sin embargo, a nuestro modo de ver, la obsesión del artista que nos ocupa poco tiene que ver con aquello, más bien ella podría constituir una expresión de búsqueda existencial a través de la corporalidad femenina sobre todo si se tienen en cuenta las circunstancias de la turbulenta niñez de Schiele.
Egon Schiele perdió una hermana cuando contaba con apenas tres años y su madre perdió además dos embarazos a término; creció sin modelo masculino ya que su padre sucumbió a causa de la demencia sifilítica cuando era todavía un adolescente; sus progenitores destruían sus tempranas obras para desviar su atención de la pintura a la cual se oponían; y para colmo, su madre abandonó la familia casándose con un cuñado de su padre. ¿Sorprende acaso que las imágenes de Schiele permuten entre la soledad, la incomunicación y la insatisfacción, reflejadas en un cuerpo de mujer?
La academia afirma que en el alfabeto visual de las expresiones gráficas coinciden el plano, locus donde acontece el proceso creativo que apenas cuenta con el largo y el ancho, la luz y el color; el punto, que encarna el encuentro del instrumento creador con la superficie y, por ende, determina la precisión; y la línea, resultante del movimiento del punto hacia una dirección. Ya hemos dicho que en Schiele resalta la línea como elemento fundamental conformador de una “geometría comunicante” donde el trazado se nos entrega a fin de que le adjudiquemos límites y significados. Estas son líneas que dibujan labios, pliegues, pezones y vello púbico; desafíos, en suma, que no se detienen estáticos en la tela gracias al pensamiento que galopa a costa de las emociones provocadas.
La obra de Schiele consolidó, quizás sin saberlo, una importante corriente del arte figurativo ―el expresionismo vienés― cuyo legado traspasó el lienzo gracias a un desafiante ímpetu creador pocas veces visto en aquellos decisivos tiempos de agonías de la Europa herida que, sacudida por epidemias y guerras, intentaba redefinirse. Las estrofas de su poema “Visiones”, si bien hablan de un hombre rebelde, delatan también un corazón que sufría fracturado entre los sueños, las ansias y el pesar: “Yo lo amaba todo- /quise mirar a los Hombres encolerizados con amor /para obligar a sus ojos a pagarme con la misma moneda; /y los envidiosos, quise colmarlos de regalos y decirles /que yo no valía nada…