Persiste el criterio de asentir que desde sus inicios la Constitución Política Dominicana emergió como norma vinculante tanto para el juez como para el legislador; al juez se le vedó la aplicación de leyes inconstitucionales y al legislador se le prohibió dictar leyes contrarias a la Carta Magna; es decir, desde sus orígenes, el Constituyente Nacional asimiló el carácter normativo de nuestra Ley Suprema como presea heredada del constitucionalismo americano.

No obstante, me atrevo a asegurar que en términos de la consecución del Estado Dominicano nacimos desarrollados, pero hemos crecido atrofiados por el subdesarrollado institucional fruto de la actitud de muchos que han ejercido el poder, desconociendo precisamente el contenido normativo de la Constitución y tratándola como una mera hoja de papel, comportamiento que le ha restado eficacia a la Ley Sustantiva.

Tal concepción, en la realidad, ha generado un gran contradictorio en el orden práctico, pues, por un lado se plasma el criterio de Constitución normativa, pero en la cotidianidad se le trata como un instrumento de normas programáticas sin contenido de aplicación directa que solo sirven para establecer finalidades, principios o disposiciones que no persiguen una aplicación directa garantista de los tribunales, sino, más bien, una concepción política del Estado que termina en meros planteamientos filosóficos.

… lo primordial no han sido los derechos fundamentales, sino la consecución de los subterfugios jurídicos para agenciarse la eternización del Poder

Pero no es casual lo externado precedentemente, ese comportamiento ha permitido que durante años sectores sociales y políticos, hayan podido interactuar para acomodar el contenido programático de la Constitución a sus intereses particulares, algo que puede advertirse en las modificaciones constitucionales inspiradas por el tema de la reelección presidencial. Más claro aún, lo primordial no han sido los derechos fundamentales, sino la consecución de los subterfugios jurídicos para agenciarse la eternización del Poder.

Sin embargo, aunque la modificación constitucional de 1994 no estuvo estimulada por la aspiración de fortalecer la protección de los derechos fundamentales, sino en desenredar los cuestionados embrollos de las elecciones presidenciales de ese año, debemos reconocer que tales reformas sirvieron para dar cierta autonomía e independencia al Poder Judicial, logrando que la selección de los jueces y magistrados dejara de ser atribución del Senado de la República, institución política del Estado que siempre había manejado ese evento con una discrecionalidad distante de los intereses colectivos; no obstante y muy a pesar, debe admitirse que tales conquistas siguen siendo un tanto precaria, por cuanto el presupuesto judicial continúa supeditado a la compasión del Poder Ejecutivo, y el órgano que elige a los jueces de las altas cortes en su composición luce aún desequilibrado.

Pero no debemos dejar que nos atropelle la ceguera de la obnubilación, la cultura constitucional está tratando de ganar espacio en el ámbito jurisdiccional y la aplicación de la Carta Magna como norma de aplicación directa ha logrado nuevos adeptos en la comunidad jurídica nacional; hoy es común advertir que cualquier reclamo que amerite la intervención judicial se inicie con el examen de los preceptos constitucionales, lo que significa que como norma de aplicación directa la Constitución ha comenzado a surtir eficacia en nuestro ordenamiento jurídico.

Ese comportamiento refleja la semblanza de los objetivos del modelo liberal de Constitución que tuvo su florecimiento en el siglo XIX, y que entre otras concepciones planteaba que la Constitución es un sistema de genuinas normas jurídicas, no una declaración retórica de intenciones. Es un acto de producción normativa dotado de fuerza vinculante. Es una norma soberana que crea y regula todos los órganos del Estado, y a la que estos deben su propia razón de ser.

En ese tenor se pronunció el Tribunal Constitucional Español en su sentencia 81/1982: “…en este sentido no puede, en modo alguno, olvidarse la eficacia directa e inmediata que la Constitución tiene como norma suprema del ordenamiento jurídico, sin necesidad de esperar a que resulte desarrollada por el legislador ordinario en lo que concierne a los derechos fundamentales y libertades públicas, entre los que indudablemente se encuentra el art. 14”. Este criterio se inscribe en el modelo liberal de Constitución.

No puede concebirse una protección efectiva de los derechos fundamentales si se soslaya el carácter normativo de la Constitución, porque esto afectaría sensiblemente su eficacia y dejaría a la intemperie esas prerrogativas esenciales, para las que se han creado, incluso, órganos especiales de garantías que disipan con sus interpretaciones las incertidumbres que se suscitan alrededor del contenido normativo de los enunciados constitucionales referentes a tales derechos.

Nuestro país ha suscrito y ratificados tratados, pactos y convenciones relativos a derechos humanos y estos nos constriñe a reconocer el carácter normativo de la Constitución como mecanismo eficaz en la tutela de derechos fundamentales, y a tales propósitos se han consagrados constitucionalmente institutos jurídicos como el habeas Data, la Acción de hábeas corpus y la acción de amparo, que nos permiten reclamar ante los tribunales el cumplimiento de la eficacia normativa de la Constitución cuando se conculcan las prerrogativas esenciales que tanto el derecho natural como el positivo nos reconocen.