En la cúspide del neoclasicismo pictórico francés de finales del siglo XVIII, Jacques-Louis David –el pintor de la Historia– plasmó los últimos momentos de la vida de Sócrates en un lienzo en el que parecería escucharse la voz del filósofo justificando su condena por corromper a los jóvenes atenienses tras éstos cuestionar los dioses helénicos ancestrales. La mort de Socrate es una obra imponente donde la figura de su protagonista sólo se ve amenazada por la certeza de la cicuta que sostiene un carcelero avergonzado; donde Platón “escondido” a la izquierda de la escena, escucha a Sócrates justificar la inmortalidad del alma al identificarla con la conciencia, la voluntad y la inteligencia, concepción que se convierte en punto de inflexión del desarrollo de la noción del alma en el pensamiento occidental.
Es precisamente Sócrates quien en referencia a la estética y en oposición a los pitagóricos deja firmemente establecido que el arte no representa únicamente al cuerpo sino que también plasma el alma; así lo entendió Masaccio, Piero della Francesca, Balthus y en la modernidad incluso Francis Bacon, “pintores del alma” que colocaron a la figura humana hecha sentimiento en el eje de sus preocupaciones formales.
En la pintura decimonónica el sentimiento, como fuerza sucedánea del alma aparece en su mayor dimensión en el noruego Edvard Munch, autor de un extenso y complejo trabajo matizado por la muerte, el dolor, la locura y el sufrimiento –ángeles negros que vigilaban su cuna y le acompañaron a lo largo de la vida– según afirmó alguna vez. Munch fue testigo de la trasformación del pensamiento moderno catapultada por Darwin, Freud, Kierkegaard y Nietzsche; expresada por artistas contemporáneos que le influyeron a través de las letras como el austríaco Trakl –poeta de la angustia de la muerte y de la añoranza de la inocencia– y su paisano Henryk Ibsen; y a través de la pintura misma con las influencias de Hans Jaeger, Van Gogh y Manet. Tales experiencias transmutan el trabajo de Munch desde el simbolismo y el realismo psicológico, hasta la corriente expresionista que pautó las ulteriores transformaciones de las artes plásticas del siglo XX.
La vida moderna del alma.
El entorno de la obra muncheana, y con ésta sus personajes, no puede ser asimilado sin considerar las circunstancias a las que el pintor estuvo sometido desde su infancia: la muerte de su madre y de dos hermanos; la miseria que le rodeó durante su juventud temprana; el dolor plasmado en la cara de los enfermos atendidos por su padre médico; la demencia y la tuberculosis que afectaron a su familia y por supuesto, la angustia existencial que el tránsito hacia el siglo XX significó para los jóvenes artistas que como Munch eran sacudidos por el cambio radical de los valores religiosos, estéticos y éticos que se avecinaba. En suma, la urdimbre espiritual que puebla sus trabajos no puede ser separada de los tormentos, ansiedades y sacudidas que le afectaban; ella está expresada en gran parte de su trayectoria pictórica sobre todo en El friso de la vida, el mayor proyecto creativo en que trabajó por tres décadas.
El friso agrupa las temáticas más preocupantes para Munch: trátese de la melancolía, la muerte, la angustia, la infidelidad, el amor o los celos –accidentes de la vida–, todas fueron incluidas en sus lienzos para de tal forma, según el autor, “tratar de explicarme a mí mismo la vida y su significado y tratar de ayudar a otros a aclarar sus vidas”. Casi frenéticamente trabaja en estos conceptos durante la última década del siglo XIX destacándose en dicho período El grito, Melancolía, El beso y Separación, finalmente exhibidos en la exposición de la Secesión en el Berlín del 1902 agrupados bajo la perspectiva que su autor consideró ser símbolo de “la vida moderna del alma”.
Desde la muerte de Empédocles de Agrigento –el suicidio más famoso de la antigüedad– quien víctima de la tristeza se lanza al cráter del Etna y a través de las subsecuentes civilizaciones occidentales, la melancolía parece haber existido en una suerte de “círculo recurrente” donde se le categoriza: “Si el miedo y la tristeza duran mucho es melancolía” (Hipócrates); donde se le mitifica, como lo sucedido con Melancolía I, la más misteriosa de las pinturas de Durero; y donde se le admira, como en las palabras de Roger Bartra: “lo que la vuelve fascinante es su doble condición contentiva de la estructura simbólica de un mito y de las consecuencias trágicas de la soledad y la incomunicación ocasionadas por las experiencias humanas”.
El lienzo Melancolía de Munch es una obra en óleo, lápiz y ceras sobre lienzo que delata la relación entre las figuras en primer plano y las que aparecen alejadas en el fondo. Son escenas independientes, mas, gracias al conocido lazo amistoso existente entre el artista y los personajes se entiende que dicha distancia no puede representar otra cosa que el estado de ánimo de los protagonistas ensimismados en sus propias soledades. Uno descansa la cabeza sobre la mano derecha ocultando su pesar, mientras la pareja que ocupa la lejanía absorta en la cristalización sthendeliana parece disfrutar la claridad del horizonte ajena al dolor patente en el primer plano. Esa melancolía vecina del amor que se mira con ojos de duda y con recelo, “misteriosa herida que a pesar del dolor que produce sigue siendo condición deseable”, canon creado e imaginado según Bartra y que se acerca a la invención de Dulcinea, se contrapone a la angustia que Munch y sus personajes experimentaron en una suerte de leitmotiv que rozaba la neurosis.
El amor, esa batalla
El óleo Separación ilustra el sentimiento desencadenado por una ruptura amorosa: dos protagonistas, de lenguaje corporal disímiles, ocupan el primer plano en una escena donde un hombre de vestimentas oscuras cual el luto que puebla su espíritu, nos entrega una mirada de pesar en franca contraposición a la imagen femenina que le acompaña. Este hombre no muestra lágrimas, su faz capta el estado interior de su alma; la desnudez espiritual provocada por la muerte del corazón que desangrado y apenas sugerido entre una mano que cubre tonos rojos, parecería intentar escapársele del pecho. La mujer elegantemente vestida, camina en dirección opuesta sin fijar mirada en aquel hombre apenas levemente sostenida a ras de tierra. Ella se ha dejado llevar por el viento alejándose de la escena quizás agobiada por la incertidumbre o por las muertes que encarnan la separación. La del amor roto y la del corazón vacío.
Edvard Munch disecó los rincones del alma como ningún artista de su época y así lo testimonia su obra cumbre, el poderoso Friso de la vida; campo de batalla donde emoción y sentimiento son expresiones psicofisiológicas de sus propios estados mentales. Símbolos de catarsis y genialidad. Recordemos sin embargo los peligros contra los que el propio Jung nos advertía ante el exagerado psicoanálisis de una obra pictórica: ella de por sí es poseedora de una personalidad allende las manos que la crearon y es capaz, a juicio del vienés, de elevarse por encima de lo estrictamente personal “y hablar desde el espíritu, y desde el corazón al espíritu y al corazón de la humanidad entera”.