Una promesa y hasta un compromiso de más de un político criollo: Estamos haciendo, o haremos, una verdadera revolución educativa. Educativa, que no social, con lo innombrable que se ha vuelto esto último.  Yo venía creyendo que la primera, eso de revolución educativa, era parte de la segunda. Pero obviemos por ahora esta discusión.

Es lógico que transformar –prefiramos una expresión menos comprometedora– un sistema educativo formal conlleva numerosas transformaciones a su vez: currículo, procedimientos didácticos, medios, presupuesto, capacidad y condiciones de vida del magisterio… ¿Nada más? Creo que faltaría lo más importante: transformar la educación es principalmente cambiar las expectativas de los actores del proceso, vale decir, de estudiantes, de maestros/as y de  la comunidad en general sobre qué se busca con esto de ir a la escuela a enseñar y a aprender.

Resulta que el sistema educativo dominicano, y los de toda parte del mundo, están asentados sobre el supuesto de que el estudiante va a la escuela animado principalmente  en aprender y de que el maestro va allí empeñado principalmente en enseñar. La comunidad misma da también por sentado semejantes hechos.

La verdad es otra. Ante los ojos de todos, lo que tradicional y semánticamente se debería entender por estudiante se ha convertido –lo hemos convertido—en una masa de sujetos en la que la noción misma de estudio ha cambiado totalmente de significado para quedarse como una actividad que apenas si tiene sentido a propósito de unos eventos especiales que se denominan pruebas o exámenes. De la idea de que el estudiante estudia, de que en esto consiste su labor, quedan solo reductos. El estudiante de hoy no estudia: hace tareas, “hace clase” (¿?). Que no es lo mismo. Lo peor: ¿de qué tareas se trata? Tal vez en muchos casos de unas ciertamente ejercitantes del saber; en otros, pura rutina sin sentido y sin más resultado que una calificación que premia “el esfuerzo”. Nada más.

En cuanto al maestro y la maestra, ¿qué son sino parte de este ritual seudo- educativo? En lo esencial, y en gran medida, sin poder evitarlo. ¿Cómo sustraerse de toda una cultura académica enraizada por décadas y reforzada cada día?

Podrá juzgarse de muy tajante, duro, injusto y abusivamente generalizante lo que afirmo. ¿Tengo que decir que no todo es así, que hay también ejemplos contrarios? ¡Cómo negarlo! Una lástima, sin embargo, que solo podamos hablar de excepciones, por significativas que sean…

A donde quiero ir es a lo siguiente: Si de verdad se está empeñado en transformar el sistema educativo formal del país, deberá colocarse en el centro de la atención y de las acciones la transformación del sentido mismo de la labor de los protagonistas del sector. Directa y llanamente: Tenemos que hacer posible que nuestros estudiantes verdaderamente estudien y que nuestros maestros tengan como norte verdaderamente enseñar.

Esto no podrá ser obra de ninguna ley e incluso de ninguna propuesta didáctica. Es al propio tiempo más complejo y más simple. Más complejo, porque implica la concurrencia de muchos factores. Pero estos factores concurrirán si la sociedad y la escuela son capaces de resolver el nudo gordiano de todos sistema educativo formal: ¿PARA QUÉ ES QUE LA SOCIEDAD QUIERE QUE SE ESTUDIE Y SE ENSEÑE?

Estudiantes y maestros no hemos caído en la rutina enervante que señalo por simple obra de la desidia o por no sé qué demonio de la época: son la sociedad y su Estado los que han arrancado significado y valor al hecho de ocuparse seriamente en aprender y seriamente en enseñar. Son el Estado y la sociedad quienes tienen que devolverle y reconocerle a la escuela su condición de fuente respetable y respetada de los recursos humanos para el llamado desarrollo.

Si se respeta y valora el saber (con toda la carga de ambas palabras), maestro/a y estudiante no tienen más escapatoria que comenzar a ver la enseñanza y el aprendizaje con otros ojos y con otra actitud. Cuando la sociedad y el Estado sepan valorar el saber, habrá, entonces sí, comenzado algo así como una revolución educativa.