La universidad es, sin duda alguna, una institución propulsora del desarrollo de las naciones. Una factoría de ideas al servicio de la humanidad; una institución local y a la vez global; una que no sólo es útil para pensar a su entorno sino que también está obligada a mantener vínculos con la frontera de la sapiencia en su condición de creadora y difusora de conocimientos. Por eso debemos asignarle la debida importancia a ese segmento terciario de la educación; por eso insisto en la necesidad de dar seguimiento a su evolución y los posibles cambios que aumenten su capacidad para generar valor en la sociedad.
Más allá del considerable aumento en la matrícula universitaria que registraron un sinnúmero de países luego de la segunda mitad del siglo veinte, el principal cambio que marcó una tendencia en la educación superior a nivel mundial fue el cambio en la fuente del financiamiento de dichos estudios.
Iniciando la segunda mitad del siglo veinte, muchos de los países en vías de desarrollo, incluidos Brasil, China, India y Rusia, financiaban una gran parte, a veces hasta la totalidad de los estudios universitarios de sus nacionales, con fondos públicos. Esa política estatal no era casual; respondía a una visión de la educación como derecho fundamental para el desarrollo pleno del ciudadano. Dos o tres décadas más tarde, acercándose el siglo veintiuno, el aumento en la matrícula pasaría a ser predominantemente privado, es decir, el acceso a la universidad crecía a raíz de un mayor número de inscripciones en instituciones educativas privadas (Carnoy et al. 2013) financiadas de manera individual por quienes demandaban de la oferta.
En el caso de Brasil, país con una educación universitaria pública respetada, el número de instituciones de educación superior (IES) se incrementó en un 260% en el transcurso de los tres lustros que comprendieron el periodo 1995-2011, aumentando de 894 instituciones a 2,365 (INEP 2011). Si bien aumentó el acceso a un sistema tradicionalmente considerado como “elitista y excluyente,” (Nogueira 1991) el acceso creciente se dio a costa de mejoras en la excelencia de la educación (Carnoy 2012; Schwartzman 2004; Schwartzman 2012).
Lo mismo ha ocurrido en la República Dominicana. Nuestro país pasó de una matrícula universitaria de 1,987 estudiantes en 1950 a una matrícula de más de 400,00 estudiantes en 2011 (hoy cercana al medio millón), más que triplicándose en el periodo de 1990-2011. Del mismo modo, la efectividad de esos estudios ha quedado estancada, evidenciando de parte de las universidades un interés principal que no parece ser el de formar a sus estudiantes.
No obstante siempre aparecen quienes se conforman con un simple aumento en el acceso al segmento universitario, sostengo que la evolución del sistema en dirección de la privatización sin regulación estatal, ha cercenado la posibilidad de garantizar el ejercicio del derecho a una educación terciaria. Las implicaciones de esta política educativa privatizadora en la República Dominicana son nefastas. A continuación el por qué.
Partimos del hecho de que vivimos en un país desigual y de que queremos poner fin a esa desigualdad.
Hay quienes piensan, y me incluyo, que la universidad pública es un espacio propicio para la confrontación de ideas, la reflexión y el debate; un espacio de ensayo para la democracia, agrego yo. Allí, los estudiantes deberían comenzar a visualizarse como parte de un colectivo; deberían desarrollar empatía para con sus realidades y comenzar a pensarse como agentes de cambio dentro de ese contexto. Para una universidad pública patrocinada por un Estado como el que yo visualizo para la República Dominicana, los egresados universitarios exitosos no serían aquellos que perciben el mayor ingreso monetario, sino, los profesionales capaces de elegir estilos de vida que generen valor para su sociedad; los profesionales que, a través de su formación y de manera consecuente, a través de sus decisiones de vida, inciden en la calidad de vida de sus conciudadanos.
La universidad privada, en cambio, está relacionada con una concepción más moderna del progreso, una concepción más “corporatizada” de la universidad: la universidad como institución al servicio de las especialidades, del mercado laboral y de los retornos privados (individuales) de sus egresados.
En cuanto al financiamiento se refiere, una educación pública a nivel superior es una educación superior gratuita, financiada con impuestos, y que por lo tanto aspira a ser una política social de alcance universal, donde nadie queda excluido por falta de capacidad de pago.
Una educación privada, en cambio, asigna precios acorde a la demanda, aun cuando los precios no se corresponden con la calidad de la educación impartida.
En el fondo, lo que marca la diferencia es el interés de quien financia. Para el Estado, la principal responsabilidad debe ser siempre la promoción y garantía de la educación como derecho social. La empresa privada trabaja para generar beneficios.
Esto no quiere decir que la educación privada es mala, ni que la universidades públicas son siempre buenas. Tomemos el caso americano. ¿Quién no ha escuchado hablar de Harvard, Columbia, Stanford, Princeton, Duke, entre otras importantes casas de estudios? No obstante el alto nivel de unas pocas universidades privadas, el sistema universitario continuamente le falla al pueblo estadounidense. Muchos asisten a la universidad, sin embargo, terminan endeudándose por algo que no solamente no les permite vivir una vida digna, sino que también les debería corresponder por derecho.
Por otro lado, en República Dominicana, las desastrosas gestiones de la propia Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD) son muestra suficiente de lo que resulta de una política de laissez faire donde el Estado se ausenta del proceso de revisión de los estándares.
A propósito de la propuesta de Luis Abinader, candidato presidencial del PRM, de utilizar “unos 3,200 millones de pesos, o sea, el 0.5 del presupuesto, para otorgar becas universitarias a todos los jóvenes que no estén en la Universidad Autónoma de Santo Domingo,” me pregunto, ¿es eso entender la problemática del lucro en la educación universitaria dominicana o vemos ahí un interés de beneficiar el segmento de universidades privadas donde él y su familia son parte interesada?
Nuestra historia está repleta de políticos favorecedores de la educación privada, que repito, es excluyente, y que en el caso de República Dominicana, en promedio, es mediocre.
La Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña es una realidad gracias a los aportes del fallecido Dr. Joaquín Balaguer, cuyo gobierno donó las tierras donde hoy se ubica dicha institución.
El ex-mandatario Leonel Fernández claramente favoreció al Instituto Global alojado en FUNGLODE por encima de la UASD.
El actual Presidente de la República, Danilo Medina Sánchez, mantiene una relación parecida con INTEC, becando a jóvenes de todo el territorio nacional con fondos estatales.
¿Qué revelan esos ejemplos sobre nuestra voluntad para luchar contra la creciente desigualdad socioeconómica? ¿Qué dicen las políticas públicas educativas sobre nuestra visión para con la educación? ¿Es la educación superior un derecho o un negocio? ¿Nos importa?
Al escuchar una propuesta como la del candidato PRMista que motivó esta reflexión, me pregunto, ¿tienen los viejos partidos políticos propuestas comprometidas con el fin del lucro, la exclusión y la baja calidad en la educación superior o son más de lo mismo?
Yo quiero un gobierno que lleve al Estado a asumir su responsabilidad de regulador de la educación superior pública y privada; yo quiero un gobierno que entienda las implicaciones de impulsar el crecimiento de un sistema universitario privado vs. uno público, pero sobre todo, quiero un gobierno que trabaje para que la educación no sea privilegio de pocos, sino derecho de todos.