Esta semana participé, a distancia, en un conversatorio académico sobre la función de las humanidades en tiempos de pandemia. Uno de los tópicos abordados fue la necesidad de replantearnos la finalidad de la educación en una sociedad democrática.
Durante décadas, muchos Estados asumieron el supuesto de que la educación tiene como fin la competitividad, adiestrar en una serie de habilidades necesarias para luchar por un puesto de trabajo en el mercado laboral.
Desde esta perspectiva, los sistemas educativos deben focalizarse en la enseñanza de una serie de competencias requeridas por el capitalismo corporativo, dirigidas a entrenar empleados generadores de riqueza para las grandes corporaciones y la industria del consumo.
No obstante, la realidad ha mostrado la insostenibilidad de un modelo semejante. El costo del daño al ecosistema, los ciclos periódicos de las crisis económicas -con sus secuelas de exclusión social e indignación-, el quiebre paulatino de las instituciones democráticas llamadas a sostener el modelo, así como el derrumbe del mito de que la apertura de los mercados lleva de modo inevitable a la apertura política, fuerzan a replantearse la necesidad de un tipo de educación dirigida a formar ciudadanos para una sociedad democrática sostenible.
El problema es que la democracia requiere de una ciudadanía informada, capaz de discriminar la información fidedigna de aquella que es falsa para la toma de decisiones prudente, especialmente en nuestra época, caracterizada por el ritmo avasallante de la información.
La pandemia que vivimos muestra, en toda su crudeza, las consecuencias de una educación que, durante años, se ha preocupado básicamente por servir al mercado, una educación que al marginar el cultivo de las actitudes democráticas, y de las disciplinas que las fomentan, se coloca al servicio de la barbarie, de las fuerzas del totalitarismo.
En un reseña reciente sobre la educación finlandesa, https://www.nobbot.com/educacion/finlandia-ensenan-defenderse-desinformacion-escuela/, Alberto Barbieri informa sobre el empleo de los saberes humanísticos con el fin de formar ciudadanos críticos. Es exactamente lo que considero necesario en un replanteamiento de nuestra educación. Podríamos aprovechar la actual situación para que nuestro estudiantado analice, en clase de Historia, otras pandemias del pasado y sus similitudes con el COVID-19. Podría incentivárselos a problematizar ¿Como se reaccionó ante pandemias de otras épocas? ¿Por qué se reaccionó de ese modo? ¿Qué similitudes y diferencias existen entre nuestras reacciones y las de otros períodos históricos? ¿Constituyen nuestras formas de ver el mundo concepciones más adecuadas para afrontar el COVID-19 que lo que representaron cosmovisiones pasadas para lidiar con otras pandemias?
Desde una clase de Artes, podrían analizarse las ideas del mundo expresadas en la historia, o como se representan nuestras fobias y esperanzas en las imágenes; una clase de Literatura puede proporcionar un magnífico escenario para contar y pensar los relatos o narraciones con las que intentamos dar sentido a nuestro mundo; las clases de Ciencias Sociales pueden servirnos para evaluar por qué una pandemia afecta de modo distinto a los grupos humanos si carece de intencionalidad.
En otras palabras, hablamos de fomentar una educación para la vida cuando la ilusión del mercado omnipotente se difumina. La palabra crisis proviene de un vocablo griego que significa “separar”, “punto de separación o de ruptura”. Si hay algo que esta crisis puede representar es un punto de inflexión en el modo de entender la finalidad de la enseñanza. Podemos obviarlo y olvidarlo cuando la vida vuelva a la “normalidad”, o podemos aprovecharlo y comprender que una educación crítica no es un lujo para las clases acomodadas, sino la única vacuna efectiva contra las fuerzas del totalitarismo y la barbarie.