Pasadas tres décadas en ejercicio, todavía me pregunto sobre la latitud o la estrechez de límites entre dos de mis oficios: escritor y editor. El registro (limpio, fijo y dador de esplendor) del diccionario, indica que editar es publicar por medio de la imprenta una obra; pagar y administrar una publicación y –en una lánguida acepción tercera–, “adaptar un texto a las normas de estilo de una publicación”. Para entender el acto de escribir no es preciso un lexicón: uno barrunta (intuye, sabe) en qué en efecto consiste. Se suponen dominios deslindados: editor es quien edita y escritor es quien escribe, para acotar con sobriedad los campos. Acaso sea así, pero sólo en apariencia –que es un aspecto de la esencia, Lenin dixit; si bien aquélla manifiesta la verdad del objeto, contradice Edmund Husserl.

¿Cuáles son esas punzantes aristas que implican y complican sus correspondencias? ¿Cuántas de sus puntas se interconectan y a qué profundidad lo hacen?  Más allá del hecho comprobado y comprobable de que los editores con regularidad también son escritores, hay vínculos un tanto más etéreos, inapresables, turbios, que relativizan las distancias entrambos conceptos. El principal punto en común se da, presiento, en la segunda etapa del proceso de la escritura de ficción: aquélla en que la pluma pasa del vuelo de altura al vuelo rasante, en la fría aplicación de técnicas y ajustes al estilo, y el poeta –el narrador, el dramaturgo–, retoma la materia prima, la proto escritura en bruto y comienza a transformarla en producto estilizado. Y eso, también, es editar.

Empero, editar es algo más, está un poco más al fondo. Tiene que ver con la estética de imagen, la legibilidad, la seducción visual, el atractivo táctil, para no extender el tropo hacia todos los sentidos (el olfato, por ejemplo, puesto que en las catacumbas de la psique del lector se encuentra cincelado el aroma a tinta fresca). También se sobrentiende que un editor ha de ser lector omnívoro, y no sólo dominar propiamente la escritura, sino, además, y necesariamente, la prosodia y la gramática, la cultura literaria y el galanteo sugestivo característico de la publicidad comercial, ya que el objeto “libro” –y el periódico, las revistas, y hasta los mapas de carretera– participa en el mercado en términos de adquisición, venta y comercialización de productos e inversión y recuperación de costos.

Cuando se trata de cultura (cosa que aprendí durante mi postgrado en Gestión de las Industrias Culturales y Creativas), delimitar, constreñir, puntualizar, no necesariamente fijan un concepto. En nuestra disciplina todo es bastante elástico, plural, diverso. Elastilingüe, pues, diría Paulo Leminski. En ese tenor, el nivel de complejidad de los procesos editoriales fuerza a que todo intento de precisarlos sea aproximativo, como el hombre de Tristan Tzara. Para empezar, hay varios tipos de editores, de los que enumero algunos:

  1. Editor principal o director editorial (acquiring editor, acquisitions editor, managing editor, commissioning editor, editor in chief: suele ser el director editorial o editor senior, cuya función principal es adquirir derechos de obras y obtener contratos con autores o sus agentes, investigar y buscar obras para ser publicadas, negociar durante las visitas a ferias de libros, etc.).
  2. Editor de contenido o editor de textos (copy editor, proofreader: quien realiza la edición de un manuscrito previo a su publicación, y a veces hace corrección de estilo, mezclando sus funciones con las del corrector ortotipográfico y/o con las del corrector de pruebas o galeradas).
  3. Editor propietario de una editorial (conocido como publisher: puede que también haga labores propias de edición o no).
  4. Editor de proyecto (o coordinador editorial: supervisa todas las etapas de producción de un libro, se asegura de que los procesos sean ejecutados correctamente, y lleva el día a día con los autores y las imprentas).
  5. Editor digital (editor que posee formación en el sector editorial tradicional, pero se concentra en los aspectos de la edición digital, gestiona autores y contenidos en línea y redes sociales, así como los formatos de libros electrónicos).
  6. Editor técnico (establece la presentación de contenido, por lo cual es llamado también maquetador, componedor y, en la República Dominicana, diagramador).

(Fuente: Manual de edición literaria y no literaria, de Leslie T. Sharpe e Irene Gunther, Libraria-FCE, México, 2005)

Por todo lo visto arriba, es muy probable que un editor participe de varios de esos niveles a la vez –o en todos. En nuestras tierras, editar es un asunto para multitaskers. Y nadie más multitarea que un escritor, un poeta, siempre en afanes ajenos a su oficio de sobrevida y crisis ante la falta de apoyo del Estado y del mercado. Por eso, dada la relación axial entre escritura y edición, se han ido haciendo comunes ciertas simbiosis, hasta la amalgama más notable: el editor-poeta, el poeta-editor. Esta realidad desmiente afirmaciones peregrinas, vertidas hace poco en redes sociales, de que un poeta gestionando una casa editora es inferior a un editor profesional, “genuino”. Esa diferencia es falsa: ambos consiguen, si son gerentes, resultados. Esta falacia de inconsistencia, este argumentum ad ignorantiam, en verdad no es más que un síntoma: el subproducto residual de una preocupante (pues va en creciente) crisis de egocracia en un segmento del sector de las políticas nacionales del libro. Siguiendo a Vattimo –y acaso reduciendo una formulación más general de sus teorías–, en este tipo de funcionariado el egócrata se encuentra en estado permanente de guerra, disparando a todas partes, como un “intento de extender el propio poder sobre los demás, [cosa que lo] lleva a eliminar la otredad o a sujetarla a los propios intereses” (Hacia una lectura hermenéutica de la equidad, Proyecto de investigación para la Universidad de la Gran Colombia de Libia Patricia Pérez, 2017). Ojo a eso. Los egócratas, atrás.

Ante el reciente fallecimiento de Lawrence Ferlinghetti, uno de los más agudos poetas-editores, dicha pretensión (reducir la valía de un poeta en funciones de editor) produciría más sonrojo que estupor. Muy por el contrario: el trabajo a escalpelo de la palabra en verso hizo grandes editores a poetas como Carlos Barral, T. S. Eliot o Cesare Pavese. Y abundan los nombres notables con estas características: Octavio Paz con Vuelta, James Laughlin con New Directions. Y ni hablar de mestizajes más confusos y profusos, como el de ensayista-editor-escritor-y-traductor propio de polígrafos insignes y cercanos como nuestro Pedro Henríquez Ureña.

En una mezcla de contento y chasco, reincidentemente he sido ese poeta-editor. Por ejemplo, de revistas con José Alejandro Peña muy a principios de los 80. Fui también editor responsable de varios boletines del taller literario César Vallejo en la UASD (84-86). Y acometí en los 90 la mayor de las audacias: fundé mi propia editorial, llamada Cantus Firmus que, desde Nueva York, publicó para Iberoamérica al cubano José Kozer, y a los uruguayos Eduardo Espina y Silvia Guerra, para eclipsarse justo preparando libros de los dominicanos Alexis Gómez Rosa y Carlos Rodríguez. Sudé la miel más acre corrigiendo galeradas, componiendo, midiendo bien el lomo, eligiendo la portada, el cromatismo exacto, un logo. He creado, además, la editorial Libros de Viento y Borra, y dirigido la Colección Autores Dominicanos de la editorial española Amargord. Y esa fue mi plataforma cuando el destino me convocó para reconducir la nave de los locos de una editora estatal, con lo que se me anexaban el reto de la gerencia efectiva, la brega con océanos de egocentrismo y la gestión de una industria cultural. Así, me correspondió dirigir la Editora Nacional del Ministerio de Cultura (fundada en 2002), con un equipo fluctuante y reducido, por 12 largos años (2004-2016), durante los cuales construimos un catálogo de alrededor de 800 títulos a pura sangre, sudor y páginas, para un promedio de 5 libros al mes, prácticamente uno a la semana. Me sobrecoge pensar que, en la misma franja de tiempo, escribí y publiqué 11 de mis propios libros (ninguno en la Editora Nacional), tres de los cuales fueron premiados. Parece que el editor sí podía ser poeta, y el poeta editor, sin desmedrar ninguna de sus ocupaciones.

Oficio muy difícil el oficio de editor. Oficio muy jodido, como literalmente me advirtió el editor-escritor Avelino Stanley. Pero oficio de dar a luz las letras, brindarle lumbre al conocimiento. Una especie Oficio de Tinieblas, si se quiere, a propósito que corren tiempos de cuaresma y cuarentena: Oficio de Tinieblas era aquella ceremonia católica de la Semana Santa, para memoria de la muerte de Jesús, en la que se utilizaba un candelabro de 15 velas (tenebrario), las que luego se iban apagando hasta dejar el templo a oscuras tras el canto de los salmos, quedando encendido sólo el cirio principal, como símbolo de la existencia inextinguible de nuestro Redentor.

Hacer la luz eterna sobre el Verbo, y que resalte un libro en las tinieblas, desde su anonimato. Eso sería editar, “el más grande, más terrible y más bello de los mundos posibles, desafortunadamente un libro, nada más que un libro” (Maurice Blanchot, en El libro que vendrá)