Dedicado a Doña Tomasina Alemany y a Don Oscar Ariza in memoriam.

Desde los tiempos de la publicación de “El Quijote” suele usarse la expresión segundas partes nunca fueron buenas queriendo significar con ella la futilidad de insistir otra vez sobre un mismo tema. Advierto sin embargo que en este caso la motivación obedece al hecho que al publicar por este medio el pasado 15 de diciembre 2017 la parte inicial de un trabajo homónimo, el artista Tomás Rafael Ariza Alemany –Fanfo– acogiéndose a una sugerencia aparecida en su contenido me indicó su deseo de recordarme algunos olvidos involuntariamente cometidos.

Todos los lectores hispanohablantes sabemos la deuda que tenemos con el escritor ecuatoriano Juan Montalvo (1833-1889) cuando éste escribió en 1885 su célebre ensayo “Capítulos que se le olvidaron escribir a Cervantes” donde haciendo gala de un profundo conocimiento del autor de la obra cumbre del llamado “Manco de Lepanto”, redactó una serie de lances, vivencias y anécdotas que por su estilo y epocal recreación parecían ser fruto de la imaginación de Cervantes. Mi propósito con este artículo no es emular a nadie sino la inclusión de algunos inquilinos dejados fuera de inventario en la primera parte.

Deploro con sinceridad no haber citado a uno de los arrendatarios más destacados tanto por su relevancia política como por su entretenido trato, donde la erudición y la sapiencia estaban hermanadas. Respondía al nombre de Félix Servio Ducoudray Mansfield uno de los fundadores del mítico Partido Socialista Popular (PSP) quién además era periodista, historiador, guionista de radionovelas, fotógrafo, ecologista, defensor del medio ambiente y hasta poeta; lamento no consignar en este trabajo unos versos muy hermosos que escribió los cuales tengo anotados en una libreta que de momento no logro ubicar. La suya era una vecindad que prestigiaba.

La gastronomía no le resultaba ajena y a menudo preparaba en su apartamento unas celebradas pastas –una espaguetada– que amenizada con música  de su gusto congregaba alrededor de su mesa a familiares, amigos y camaradas de todas las edades. En Abril 1965 estuvo en el comando de su partido en el viejo sector de San Lázaro, y por iniciativa de la empresa León Jimenes todos sus espectaculares trabajos sobre los ecosistemas nacionales fueron acopiados y publicados en  seis tomos bajo el título “La naturaleza dominicana”, una edición de lujo de gran interés didáctico.

Aunque no vivía en el edificio existía una señora que nos visitaba con frecuencia por ser hermana de la patrona donde yo habitaba. Se llamada Rosario Alemany –Rochy que en ese entonces rebasaba los sesenta años de edad, quien en sus errancias por Europa nos aseguraba haber tenido en su juventud un pretendiente francés de gran estatura, porte militar y aquilina nariz. Por fotos avistadas ulteriormente ella juraba y afirmaba que su enamorado era nada más y nada menos que el futuro presidente de la República francesa el general Charles De Gaulle, y con ese convencimiento se lamentaba  no haberle hecho caso a tan apetecible aspirante.

El visitante más atípico y folclórico cuya diaria presencia alrededor del mediodía era considerada como el postre o sobremesa por todos los residentes, era el vendedor ambulante de dulces y empanadillas que se hacía llamar por el femenino nombre de Lourdes o Zafra. Era un espigado moreno de amanerada gestualidad y remilgado caminar, que a los jóvenes de entonces nos ofrecía sus bizcochos y tarticas con almibarada picardía. Años más tarde supe que fue una de las primeras víctimas del SIDA registradas en el país. Siempre lo recordamos con una mezcla de nostalgia y alegría como sucede con el humorista cubano Luis Carbonell.

Amílcar Kalaf Ariza, primo hermano de los hijos de la señora donde residía, fue un abordante por temporadas en el edificio siendo precisamente durante uno de esos períodos donde conoció a Conchita –Conchín– hija de Pedro de Villena uno de los pintores con importantes trabajos en la Feria de la Paz, con quien posteriormente casó. Era un personaje sumamente inquieto, controversial, que años más tarde tuvo un accidente automovilístico que prácticamente lo invalidó y bajo esas físicas condiciones conducía un taxi –llegué a conversar con él– muriendo a manos de unos asaltantes que le llamaron por radio. Muy lamentable su triste final.

Había tres inquilinos que por residir poco tiempo, su bajo perfil y no tratarles con la asiduidad deseada, no fueron incluidos en la primera parte. Ellos fueron: Darío, un introvertido y callado individuo cuya pareja exhibía un busto exuberante. Vívian era una cibaeña que vivía en solitario constituyendo el hecho de trabajar y vivir sin compañía un ejemplo poco común de liberación femenina en esos conservadores años sesenta del pasado siglo. No podía omitir una joven que por ironía la bauticé como “la belle poupee” –la bella muñeca– que presumía de estirada y según ella poseedora de unos atractivos estéticos por nadie percibidos.

Irma era una hermana de padre de Lilian –me enteré que esta última había fallecido en septiembre 2017– la esposa de Máximo el propietario del edificio quien vivía junto a su hermana a la cual saludaba y escasamente conversaba. No poseía los seductores encantos de su media hermana, pero ignoro el por qué siempre la recuerdo con agrado. Luz Camasta era una romanense cuñada de Luis H. Suárez que habitaba en un apartamento de los bajos junto a su esposo. Compartía un hogar muy hospitalario y las veces que les visitaba me complacía un cierto aire de ausentismo y sencillez que les distinguía.

A finales de los años 60 el 14 de junio clausuró el local que ocupaba en los bajos instalando en el mismo un consultorio dental el odontólogo Isidro González y González de Conuco, Salcedo, hermano de Mireya, Víctor, Icelso y otros más. Un norteamericano cuyo físico no recuerdo alquiló un estudio en el tercer nivel, y por las siniestras simpatías de la mayoría de los inquilinos, presumo era un confidente de la Embajada. No quiero dejar en el tintero el cotidiano pregón –pasaba con reiterada frecuencia– de un pequeño y fornido moreno que vendía unos sabrosos y bien rellenos pastelitos denominados “Moroquitos” contenidos siempre en una canasta de metal de anaranjada coloración y reluciente limpieza.

Junto al lado norte del inmueble habitaban en su residencia unos cubanos: Doña Minita y su hija Minia esta útima casada con el Ing. Ricardo Núñez acompañados ambos por sus hijas Marcos y María de Lourdes. Eran unos vecinos ejemplares de silenciosa convivencia, teniendo el ingeniero un hermano llamado Héctor que se aposentaba en el tercer piso del edificio. Al igual que Amílcar Kalaf, Ricardo sufrió más tarde un accidente de tráfico a consecuencia del cual falleció tiempo después. Salvo a Héctor en su antiguo Volkswagen tipo cepillo, jamás he vuelto a saber de éstos amables y recordados vecinos.

Debo rescatar del olvido a otros moradores de la inmediatez a los que veía a menudo pero con quienes pocas veces traté: Doña Blanca dueña de la farmacia “La Fortuna” y sus dos hijos quienes residían en la Benigno F. Rojas con Ortega Frier. Los hermanos Napoleón y Luis Dhimes Pablo que vivían al lado de la farmacia y finalmente al radiólogo Doctor Guerrero con su esposa Doña Zelda y su hijo Miguelito cuya vivienda estaba frente a la de Olga Rojas, los cuales apenas alternaban, se codeaban con los demás convivientes del sector. El pediatra montecristeño el Doctor Socías, y su familia ocupaban los altos de la casa ubicada al lado sur del edificio o sea en la número seis.

Como ocurre desde hace varios años en toda la periferia de la UASD, las familias clasemedieras altas y las de abolengo han desertado de la misma prefiriendo áreas más residenciales. La arrabalización y comercialización –colmadones, impresoras de medio pelo, bazares de ropa, venta y reparación de celulares, expendios ambulantes de comida, etc. – han invadido los locales, aceras y vías de circulación, observándose además una galopante depauperación física de las antiguas residencias y edificios cuyos actuales inquilinos recuerdan en buena medida a los damnificados de un devastador huracán, un fuerte terremoto o un terrible apocalipsis.

El inmueble de la Ortega Frier n°8 no escapa a la degradación prevaleciente en los alrededores de mi Alma Mater, existiendo una patente contradicción entre el aseo, ornamentación y galanura de la esplendente sede central y el afrentoso contorno que la rodea. Confieso que al circular en mi vehículo por la referida calle, al pasar frente al mismo no miro hacia la izquierda –hasta su ubicación está en esa posición– para no avergonzarme del triste espectáculo que ofrece su aspecto, prefiriendo mejor mirar hacia delante pensando en los momentos en que su resplandeciente fachada y célebres arrendatarios representaban un orgullo para toda la ciudad.

Finalmente quiero expresar que muchos de los nombres de los inquilinos y vecinos olvidados en el artículo inicial me fueron suministradas por Tomás R. Ariza A. el benjamín de los hijos de Doña Machina quien tuvo la delicadeza de invitarme a almorzar en los días navideños haciendo uso de la sobremesa para remediar, resarcir los olvidos cometidos. Por conocer una buena parte de su pasado, escuchar el relato de su ejercicio profesional y resultar gratamente impresionado por la decoración de su vivienda, en un próximo artículo intentaré bosquejar su fecunda vida artística.