En la loma de las serpentinas se siente un frío extraño, es el temor a errar las pichadas. «Un pícher sin control no es nada», solía decir Fernando Valenzuela. Invitado por los Dodgers, lanzó la primera bola en el segundo partido de la Serie Mundial, tenían (teníamos) el inocente anhelo de que con su lanzamiento les enviaría su prestancia ganadora. No obstante, en ese juego y en la propia serie, Alove y su pandilla fueron un hueso muy duro…
Volver a ver al Toro en la lomita transportó a muchos a otra Serie Mundial, la de 1981, cuando el mexicano de apenas 20 años dio cuenta de los fanfarrones Yankees. Era el tercero de la serie, los Dodgers habían perdido los 2 enfrentamientos previos y debían reaccionar y, gracias a la zurda del sonorense (pichó toda la ruta) los vencieron 3 a 1. A partir de ese momento, los de California ganaron los siguientes 4 cotejos, llevándose el máximo trofeo a sus vitrinas. En esa temporada Fernando además ganó el Cy Young y el premio al Novato del Año.
La rivalidad de Yankees vs Dodgers está llena de historia. Se han enfrentado once veces en el Clásico de Otoño y la fanaticada imploraba por un nuevo capítulo, sin embargo, los Astros estuvieron imbatibles derrotando a cuanto equipo de abolengo se les presentó: Boston, N.Y y L.A., pero volvamos con Fernando y la huella que dejó en la gran carpa, cuyo primer duelo fue casualmente, contra Houston, a los que sí pudo dominar.
Gracias al azar, que anuncia el surgimiento de los héroes, abriría la temporada en ese mítico 1981, pues el lanzador titular se había lesionado. La gente estaba sorprendida de que el pícher estelar se pareciera más a un bandido de western que a un beisbolista, acostumbrada como estaba a ver a fortachones rubios y no a un gordito de poca estatura y piel morena.
California, tiene alma azteca, Los Ángeles fue por mucho tiempo la ciudad donde vivía el mayor número de mexicanos en el mundo; esto no le importó al alcalde ni al mandamás del equipo, cuando mandaron construir el nuevo estadio sobre las casas de miles de latinos. Por eso buscaban que un pelotero de aquellas latitudes les ayudara reconciliarse con los spanish-speakers-fans que, obviamente, les habían dado la espalda. No sospecharon ni tantito que el scout Mike Brito les traería la versión sonorense del rey Midas, pues la franquicia se atiborró del oro que brotaba de aquella zurda prodigiosa.
Después del juego de apertura todos se preguntaban quién era ese tal Valenzuela. Un periodista norteamericano explicaba que ellos adoran a la Cenicienta y la historia del mejor beisbolista mexicano en Grandes Ligas era eso: De orígenes humildes, venía de un pueblucho olvidado en el desierto de Sonora: Etchohuaquila; era el menor de doce (¿o trece?) hermanos, con quienes iba a jugar; era bueno con el bat, con el guante y con la pichada; pese a haber comenzado tardíamente, a los 13. Con tan sólo diecisiete años lo ficharon los Mayos de Navojoa, su primer equipo profesional. De allí pasó a la novena de Guanajuato, filial de los Leones de Yucatán, de donde lo llamaron más pronto que tarde y donde lo descubrió el cubano Corito Varona, que luego le iría con el chisme al señor Britos.
En aquel 81 de fábula, los rivales “dejaron” que Valenzuela ganara 8 juegos sin siquiera rasguñarlo; un record de 8-0, tan extraordinario como un eclipse. Así nacería la Fernandomanía, que trascendió a la afición hispanoamericana. Todos querían verlo lanzar, todos admiraban su serenidad infranqueable, enmarcada en un rostro de piedra del que no se advertía ni un milímetro de preocupación, aunque tuviera las bases llenas y sin outs.
Estados Unidos es el paraíso del marketing y los souvenirs de Fernando no se hicieron esperar: camisolas con el 34 en la espalda, gorras, llaveros, muñequitos. Cuando el equipo andaba de gira, él tenía que llegar anticipadamente para aplacar la sed de la prensa o firmar posters (dicen que se llegaron a imprimir más del Toro que de Rocky).
Según José José el amor acaba y el que había entre Valenzuela y L.A., no fue la excepción. Tras diez años de lanzar como nadie y convocar a las multitudes, los jefes, con modos nada refinados, lo cortaron de la mañana a la noche. De poco valió que semanas antes, en junio de 1990, hubiera tirado un juego sin hit ni carrera, hazaña difícil de lograr. «Así le pasa a todos, incluso al gran Babe Ruth», quiso justificar el manager Lasorda, a quien poco después también lo pasarían por la “guillotina”.
Entonces vino a México para jugar con los Charros de Jalisco en 1992. Aunque hubo voces venenosas que lo declararon acabado, su regreso causó gran euforia y nadie quería quedarse sin verlo. Al año siguiente regresó a la major league; la cuerda le duraría cinco años más, lanzando y llenando estadios en San Diego, Baltimore, Filadelfia y San Luis hasta que, en el 97, la tristeza nos sacudió al enterarnos de su retiro.
Por esos años, en México (cuyas políticas para fomentar el deporte son casi inexistentes) surgieron otro par de gigantes: Hugo Sánchez en el futbol, que triunfaría en Europa y el gran boxeador Julio César Chávez, que por cierto, también es de Sonora, aunque sinaloense por adopción. Incluso hay quienes han trazado paralelismos con Maradona, pues ambos nacieron con unos días de diferencia; derrotaron a la pobreza, eran chaparritos y sus zurdas son simplemente inolvidables.
Todo esto suscitó la reaparición del Toro de Etchohuaquila en el montículo del Dodger Stadium. « ¿Fernando dónde estás? ¡Sálvanos! ». Gritábamos desde el graderío en el último juego, mientras los cañonazos de los texanos ponían 5 insuperables rayitas en la pizarra.