Los dedos de mi mano izquierda sostenían con suave presión el grueso de páginas del libro de turno. Con él pretendía distraer a mis acostumbradas reflexiones matutinas. La frase de aquella canción de Silvio Rodríguez se repetía necia en mi cabeza: “ya no te espero…”. Más luego dedicaría algunos minutos para pensar sobre la antojadiza tendencia de mi mente de seleccionar siempre esa frase. Mi vista vuelve al libro. El comisario Oscar Morante está tratando de componer su mañana con varias tazas de café, luego de haber pasado una noche de mierda viendo cómo componer las piezas del rompecabezas que suponía ser el crimen que estaba investigando.

Él toma un tazón del humeante líquido negro, mientras enciende el televisor para sentir algo de ruido en su apartamento y así desimular un poco su propia soledad. La televisión trae pura basura. Habla de economías blindadas, de la situación de Israel y Palestina, del sistema global y de reuniones del G-9 para dar con soluciones reales a… Ya no te espero…ya no te espero…, vuelve.

Observo el libro, que suspendido sobre mis piernas y atrincherado por mis dos manos, pareció cobrar vida propia e irse por otro derrotero; pienso en eso de las economías blindadas, pienso en la mía y en la del resto de la gente. Reflexiono sobre el engaño que nos vende el sistema, ese que dice que “no dejes que se te vaya la vida, sin vivirla para ti”. Naturalmente, te lo dicen con una cancioncita bien chula y pendeja, y con un corito lindo, mientras un muchacho que no llega a treinta años, se monta en una jeepeta nuevecita… “de paquete”. Pienso en la vida que el sistema le arrebata a la gente, porque hay que conseguir la plata necesaria para pagar al banco.

Sí, porque los números que un empleado digitó en su cuenta, hay que irlos reduciendo poco a poco, cuota a cuota, pero con plata de verdad, y la plata de verdad se consigue trabajando. Así de simple.

A usted le hacen creer que necesita –y quiere–  más y más cosas para vivir mejor, pero ni siquiera está viviendo, porque su tiempo más valioso lo emplea trabajando para pagar eso que compró para vivir mejor. Y a eso, el sistema le llama “cumplir sus sueños” y usted se chupa su caramelo de cianuro, mientras le quita vida a la vida.

Para rematar, las telefónicas, agotando su parte del plan, han puesto a su disposición celulares inteligentes hasta en las cajas de cereales –conflé, para los más entendidos–, porque hay que estar bien comunicados, pero nos han arrebatado el hábito de una buena charla, y las emociones ahora son emoticons.

El comisario Morante ya va muy lejos. El libro se liberó de mis piernas y a cambio vino el ordenador personal, que por cierto, anuncia que la batería casi muere, porque el sistema eléctrico decidió que no hay energía desde las tres de la madrugada y ya se hizo de mañana y seguimos en las mismas. Entonces no puedo agotar mi agenda sabatina porque un oscuro plan de apagones dijo que no.

El comisario quiere regresar, pero ya ni me interesa. Mi mente se quedó enquistada en las economías blindadas. ¿En qué momento confundimos confort con felicidad? ¿Cuándo dejamos de vivir y empezamos a subsistir? ¿Es tan difícil comprender que los bancos son los que dirigen las naciones y que los gobiernos son más bien sus administradores?… ¿Se acuerdan del señor de la revista social aquella?

¡Claro que las economías parecen estar blindadas! Si tienen hipotecada la vida de la gente a base de ideas huecas de felicidad y sueños… Pero también sé que es solo cuestión de tiempo para que todo empiece a fastidiarse. Ningún colectivo humano puede permanecer, por siempre, sobre la base de la corrupción, la economía buitre, la inequidad y la injusticia. Indefectiblemente está destinado a reventar dando lugar a un nuevo orden de cosas.

Me empieza a dar hambre y ya no sé qué fue de Silvio. Oscar Morante es historia y decido salir a caminar, a ver si el salitre del mar sacude mis gruesas cavilaciones. El ordenador casi muere, así que lo que escribo en este momento es casi una suerte de testamento reflexivo. La energía ya llegará y mi libro de turno volverá a ocupar el paréntesis entre mis manos.