En memoria de todos esos seres, que aún después de haber partido, continúan iluminando nuestros días.

Como si no fuese suficiente la dureza de padecer la pérdida de un ser próximo, vivir un duelo interior suele traer consigo también subsistir en paralelo un segundo duelo (en la otra acepción del nombre): esa especie de match que se da entre el dolor personal versus el orden social que impone sus propias reglas para la gestión de ese dolor. Una sociología del duelo nos obligaría pensar la condición luctuosa para del sobreviviente en esa doble dimensión: primero la personal, es decir, la que tiene que ver con el dolor propio del ser humano que continúa existiendo luego del deceso del ser querido; y la social, es decir, la relación de ese sobreviviente con las normas sociales del duelo. Este escrito es un autoanálisis del duelo como figura cultural, que busca tratar de comprender esa dinámica entre el duelo personal y el tiempo social que lo rodea, a partir de la experiencia propia que he vivido en mi persona, ante el deceso reciente de mi esposa.

Toda sociedad tiene sus reglas de comportamiento oficial, es decir, esas conductas que se esperan que sean puestas en práctica por todas las personas convivientes de esa comunidad. Esas reglas de cómo sentir, pensar y actuar, la antropología le llama cultura. Y toda cultura tiene sus reglas para el duelo, que como reglas al fin, son pautas estándares, esquemas generales, aunque incisivos, que no precisan diferenciación en su aplicación. Son mandatos en una misma y única medida para todos los tamaños de dolores posibles, y para toda la variedad de capacidades de administración de esos dolores que se dan en la gente de manera distinta, de acuerdo a sus estructuras personales de sentimientos, y al apoyo social para amortiguar esas cargas de afectos.  

En el caso nacional, las reglas predominantes tienen que ver hoy con un contexto esencialmente urbano, en una economía de mercado dominante, cuyas leyes inciden en la mayor parte de las reglas de duelo vigentes hoy en la cultura dominicana.

1-Temporalidad del duelo

 

La tradición establece tres etapas del duelo: está primero el rito funerario, lugar de recepción social de la solidaridad de la gente; luego viene la inhumación del cuerpo, lugar de intimidad entre el recuerdo y el sobreviviente, donde el dolor alcanza su reconocimiento social mayor, aún se viva en privacidad; y una tercera etapa, menos clara, en el que luego del impacto primero se entra en una especie de crepúsculo entre la excepcionalidad y la normalidad, en la que el sobreviviente comienzan a ser superviviente del duelo social, cuando afloran los aires fríos de la soledad, dentro del calor aún latiendo de la pérdida del ser querido.

Es precisamente en la dimensión temporal donde más y cuándo más se evidencia el carácter arbitrario de las reglas sociales del duelo. De manera concreta, el periodo oficial de duelo social es ese tiempo mediante el cual las instituciones de la sociedad (los lugares de trabajo, el sentido común o costumbres, la institución médica, etc.) autorizan como “normal”, la expresión pública y privada de los sentimientos de tristeza, dolor, angustia, etc., típicos del duelo padecido por una persona. Es como si la cultura emitiera un permiso y aceptara como normal esas expresiones y estados extraordinarios. De manera habitual, ese período se proyecta dentro de los nueve días que la tradición cristiana dominante suele conceder a través de oficios religiosos diversos. En contextos rurales, ese período suele ser más prolongado, debido a las condiciones que marcan el ritmo social de las cosas en un dinámicas no metropolitanas. Por su parte, el mundo del trabajo, por ejemplo, es todavía más áspero en sus formas, permitiendo legalmente apenas un puñado de días para el sobreviviente ausentarse de su lugar de trabajo. Pero, de todas, la más drástica postura del arbitrario cultural en materia de duelo es la mirada social que la mayoría de nosotros llevamos en sí, hacia ese otro que vive el duelo.

Cierto, la sociedad dominicana conserva todavía hoy un sistema de sentimientos solidarios omnipresentes en el jardín de afectos de quienes convivimos bajo los dictados de una misma cultura oficial. Existe aún en el país, sobre todo en los sectores más humildes, un sistema de mucho intercambio de prestaciones compasivas, si comparamos con otras sociedades, como las europeas, por ejemplo. La mirada cultural dominante, esa forma en cómo la sociedad nos enseñó a ver el mundo, muchísimo más allá de nuestras intenciones, nos delimita el umbral de tolerancia hacia el duelo del otro.  Y cómo ese que vive el duelo, forma también parte de la comunidad cultural que lo juzga, sabe de antemano cuáles son las expectativas que se tienen sobre él o ella en su estado peculiar. Situación que opera un elemento de presión social importante sobre las decisiones y estados de ánimo de la persona en cuestión.

Así, no es solamente estar sujeto a sufrir el dolor producto del duelo mismo que se vive, es también sufrir el dolor de no tener la libertad de expresar los sentimientos de duelo, más allá del tiempo de duelo autorizado por la cultura oficial o dominante. La sociedad no le gusta ver a la gente triste. No porque las reglas de la sociedad sean necesariamente compasivas con el que vive su periodo especial, sino porque cualquier expresión de tristeza, suele generar un ruptura en el relato lleno de ficticias expresiones festivas, con las sociedades suelen, desde sus estamentos dirigentes, busca relanzar permanente ilusiones desde las cuales hacer vivible la vida, a pesar de la reproducción social subyacente que condiciona y decide el destino de la mayoría de la gente. Es por eso, que el duelo, y sus expresiones afectivas más comunes, suelen significar una molestia para el relato social público, a partir del cual se acuerda la comunicación entre seres no necesariamente vinculados en lo afectivo por una historia común. Es como si las expresiones de duelo se percibieran como una suerte de agua fiesta del ilusionismo social, mecanismo necesario, aunque otras veces excesivos, que construye la gente para sobrevivir el agobio del meramente existir. Así, la gente, después del tiempo autorizado de duelo, suele no mirar con buenos ojos al que lo continúa viviendo, no tanto por un acto solidario de la gente, sino, sobre todo, por un acto de protección personal ante su propio estado de ánimo, y que el duelo vendría a poner en riesgo. Es así que el duelo pasa a vivirse de manera privada como una especie de conflicto con las formas “normales” de vivir en sociedad.

2-Duelo, condiciones y categorías sociales

En mi caso particular, y por mi ubicación social de clase privilegiada, dos dimensiones adicionales se suman al relato general que venimos de ver: por una lado, mi condición masculina, y por otro lado, mi oficio como intelectual, vinculado al mundo académico.

Para todo hombre, el duelo, ese período marcado fundamentalmente por el dolor, es todavía menos tolerado en una sociedad tan machista como la dominicana. Como decía Marx: el dominante vive preso de las formas exigidas de ser dominante. En una sociedad de profunda dominación masculina, el dolor es sinónimo de debilidad, y el hombre está llamado a no tener dolor, ni a llorar ese dolor, porque al final, llorar no forma parte del menú de virilidad tan admirado por la cultura dominante, que no es más la cultura confeccionada por los dominantes. El hombre no puede mostrarse vulnerable, porque de él se espera una recuperación diligente hacia la normalidad. Su pertenencia a una categoría social así lo exigen, y así lo espera la sociedad y sus agentes recaudadores de esas expectativas.

Por otro lado, está mi estatus profesional. Se le atribuyen al intelectual, ese que trabaja con la producción de ideas, dotes especiales para poder comprender más que cualquiera lo que es la muerte, la separación del ser querido, y por ende, el duelo mismo y la trascendencia del dolor. Me decían, “tú eres sociólogo, tu entiendes, no te lo tengo que decir”, como si antes de ser sociólogo, no fuese uno un ser humano que, independientemente de la inteligibilidad racionalista que uno pueda tener de los hechos sociales –y la muerte es uno de ellos, no alcanzo a poseer una automática ley transitiva entre la intelección y los afectos. La primera pudiendo ayudarme con los segundos, pero los segundos siendo lo primero en mi ser.

Vivimos en una sociedad Excel, no Word: más contable de números genéricos, que contadora de historias personales, y las historias personales como el duelo, suelen ser confinadas a espacios privados, que privan a los seres en duelo de ciertos derechos morales de existir con normalidad bajo las condiciones fuera de serie o de excepcionalidad específicas de dicha condición. Tomemos un ejemplo distinto al duelo, para comprender mejor la drasticidad del veredicto social cuando uno no se encuentra bajo las normas sociales que la sociedad nos impone. El gran historiador de la civilización material moderna, Fernand Braudel, describió de manera sintética cómo a partir de la intensificación del comercio en el mar mediterráneo entre los siglos XV-XVII, se transformaron las estructuras de la vida feudal, a partir del paso de una economía de autoabastecimiento (donde solo se producía lo que se consumía), a economías de excedentes (donde se producía más de los que se consumía, con el propósito de intercambiar con otros). Tener una fecha para intercambiar un producto con alguien más, involucraba tener una calendario inexorable (dateline) para producirlo, implicando que el tiempo era un factor de producción, es decir, que en lo adelante los días contaban como si fuese dinero. Ahí toma auge la hora, como una unidad de medición del tiempo, es decir del proceso de producción. Esa fecha fatal para producir, iba a transformar las formas vivir y convivir de la gente que participaría en el proceso, rompiendo con las formas tradicionales de vivir en el feudo. Ahora, se verían como un recurso o factor más de producción, intercambiable, estándar. En lo adelante, se pasaba de la forma artesanal, a la forma industrial, donde el látigo del calendario, de la ejecución de una tarea específica, implicaría una nueva disciplina de vida. Y el problema surgía ahí, cuando la gente no acataba, o por incapacidad, o por deseo, esas nuevas órdenes de vida. La paradoja era que la modernidad económica, traería consigo una estandarización de criterios que depuraba de manera seca quien contaba y no contaba como recurso “útil”, de acuerdo al nivel de adaptabilidad de la persona a la nueva economía de vida. Quien no lo hiciera, era diagnosticado, como demostrara luego Foucault, como un anormal, y tendría la prisión o el asilo como destino, en eso que el autor de La Historia de la Locura en la Edad Clásica denominara la medicalización de la sociedad: esa construcción de la norma desde la ciencia clínica. No es que las diferencias no existieran antes entre los seres humanos (el flaco y el gordo, el lunático y el cuerdo, el fuerte y el debilucho, etc.), pero es a partir del capitalismo que el criterio de productividad iba a primar en la ponderación de las calidades de un ser humano, clasificando y discriminando a la gente entre productivos y no productivos, o peor aún, entre útiles e “inútiles”, con premios de reconocimiento y retribución para la primera categoría, y penalizando con la marginación o estigmatización a quienes fueran considerados dentro de la segunda.  

Para el duelo pasa lo mismo. Después de cierto tiempo, si la persona en duelo continúa más allá del tiempo autorizado (o comprensible, le llamarían con cierta condescendencia algunos), la sociedad comienza a juzgar y proyectar su veredicto implacable.

3-Trascendencia y vida nueva

A lo largo de estos meses de período de duelo, el tiempo es un valor importante para poder pacificar nuestra relación con los recuerdos. Pero el tiempo no es suficiente. Hace falta desplegarse a fondo para desenrollar las turbias aguas de la incomprensión de la vida, ante el deceso del ser querido, y poder hacer el evento, un elemento inteligible al hacerlo parte de una experiencia de vida mayor. Para eso, el conocimiento lógico puede aportar mucho, pero no basta. Las más efectivas formas de comprender la muerte como hecho irrevocable, es a través de las formas poéticas, únicas en capacidad de unir el sentido de la vida, por más árida que sea, a la belleza trascendente (esa que transforma el dolor en serena paz), o al menos a su permanente búsqueda. No nos queda de otra ante lo irreversible, que no sea la incesante procuración de sentido a nuestro porvenir, a partir del pasado que nos enseña y nos educa.

Una vez, un amigo poeta peruano me narraba una leyenda de las culturas originarias andinas, en la que se cuenta que los colibríes, cuando presienten como inminente su propia muerte, toman su último vuelo en dirección al sol, para fundirse en el fuego astral, y alimentar con el espíritu y cuerpo fundidos en la brasa solar, la luz y calor cósmico del mundo que sobrevivirá. Sé que al momento de su último soplo de vida, Walda tomó esa dirección para iluminar la vida de quienes en vida la celebramos y hoy la honramos todos los días. Cuando uno pierde algo fundamental en la vida, lo crucial es que no perdamos la magnífica oportunidad de aprender de lo que esa vivencia nos deja para ser más en lo adelante. Ahora, su presencia vive en cada lirio o ramo de hortensias, en cada fragancia de bosque, en cada sonrisa madura ante el egoísmo y la vileza, en cada verso de amor a distribuir, en toda alegría auténtica y sencilla de fraternidad. Es ese patrimonio que recibo con humildad, gratitud y orgullo de ella, como parque testimonial que me prepara para proseguir la vida con esperanza y compromiso reforzados, ante las nuevas direcciones que el porvenir siempre nos reserva como días de sol.