In media res, eres adolescente y son los años setenta. Tu conflicto, como el de todo aquel que crece, ensayar personalidades, hasta elegir la tuya. Tu escena, la engañosamente apacible ciudad de Santo Domingo, una pequeña urbe remota separada como la ciudad prohibida de “El Último Emperador”, por unos elevados muros llamados, la sustitución de importaciones, la represión, el subdesarrollo, la condición de isla. Antagoniza contigo una crisis petrolera internacional y otra política e interna de un modelo político que sepulta cualquier pretensión de transformación. Tu saga, vencer el lento transcurrir de puestas del Sol de ese ambiente monótono.
Todavía estás en el primer acto, pero hace rato has elegido a Armando como tu héroe. Te lleva de la mano cada noche, por la tradición cinematográfica de la era de oro del cine, que transcurrió antes de que tu nacieras, en el horario de la quietud de la noche que llamó “Cine para Desvelados”. En el desayuno mirarías con otros ojos a tu mamá; ya comprendiste que antes de serlo, su corazón fue adolescente como el tuyo y palpitó por Montgomery Clift. Robert Mitchum o James Dean. A tu padre le veías, y te preguntarías que habrá tenido en común con el movilizado joven rural, que Henry Fonda interpreta en “Las Viñas de la Ira”, cuando vino a vivir del Sur Profundo a buscar oportunidad en Ciudad Trujillo. Y a esos primos grandes que ya eran adolescentes en los años sesenta, que recuerdas desde el caleidoscopio multiforme del jardín de la infancia, le preguntarías si fue real “La Fiesta Inolvidable”, de esa divertida psicodelia.
Armando era nuestra autopista de la información y de los sueños. No solo los pasados, sino también los presentes. Entonces, al llegar el fin de semana, era esa voz que oías sentada en la butaca y decía: -Está bien, ya sé que Travolta, hace gran papel en “Saturday Night Fever”, pero crúzate al Doble, al Plaza o al Palacio del Cine de al lado, y descubre a “Kagemusha”, “Persona” o “La Conversación”.
El memento de la presencia de Armando es como su literatura, parece no tener alfa y omega. Puede relatarse sin orden cronológico, como un entretenido guion no lineal, pero siempre estará la puntualidad de su voz ronca y su chispeante plática, apareciendo sin créditos en tu aparato radiofónico, sea al cruzar de los trabajos a los prescolares con los hijos en “La Hora Señalada”; o muy temprano cada lunes y viernes, en trayecto a las secundarias de los muchachos en “El Matutino Alternativo”.
Pero es también Armando Almánzar Rodríguez, ese autor que saltó a nuestras conciencias universitarias, cuando José Alcántara Almánzar nos puso, a estudiantes de Derecho, a leer y sensibilizarnos con algo distinto a las leyes. Le descubrí como escritor en la colección “La Narrativa Yugulada”, de Pedro Peix Pellerano, que traía este cuento en planos de secuencia llamado el “El Gato”. Y todavía antes, cuando no sabía leer o escribir, ya sabía que Armando era ese joven señor delgado que veía frecuentar los cines Triple, Rialto o Élite y que en el mejor estilo del cine mudo, se comunicaba hasta con pequeñitos como yo. Calificaba en su columna de la revista Ahora!, junto a las still o fotos fijas de las películas, con caricaturas gestuales, primero de Mafalda y luego de Woody Allen, su opinión sobre cada película, de los años espectaculares del cine de autor. No estábamos alfabetizados y ya Armando nos transmitía sed de cultura y lo hizo día tras día, por cincuenta vueltas alrededor de la estrella.
De tanta brillantez crítica, y cientos de obras recomendadas, la triste noticia de su muerte, curiosamente me hace pensar en la ingeniosa película de Pixar, “Monsters, Inc.”. Pues para muchos que nos sentíamos amigos cercanos de Armando sin serlos, el crítico y escritor era una suerte de amigo imaginario, monstruo parlanchín, vivaz y lleno de trucos, que vivía dentro de nuestro aparato radiofónico y nos hacía reír y soñar. Hoy mi congoja es como la de Boo, la niña que llega al punto de la historia donde sabe que debe crecer y dejar ir a su amigo Sully. Boo, un nombre que sabemos que el director de Pixar escoge para hacer guiño a la versión fílmica de “Matar a un Ruiseñor”. Pequeñas-grandes cosas que Armando nos enseñó desde la educación temprana.
Encenderé el radio y ya no estará. Los entendidos en el Armando literario, con sobrada razón recuerdan que este queda muy vivo en las páginas de sus obras literaria. Si bien es cierto, permítannos el duelo de la partida del gestor cultural, del maestro con actitud de obrero del oficio de sembrar inquietud y sensibilidad por la calidad artística de la gente sencilla del pueblo con regularidad cotidiana.
Tres personas me vinculan a Armando, Circe su hija y mi querida amiga, a quien envío todo mi cariño y gratitud, por prestarnos junto a sus hermanos a su padre, para que lo fuera un poco de todos. Hoy le acompañamos en su pérdida que es de todos los dominicanos. Carmencita Imbert, quien generosamente nos cedía parte de su amistad y complicidad con Armando, dejando que a través de su WhatApp acercarnos a sus vibrantes coloquios radiales, a quien le mando un fuerte abrazo fraterno. Y por último, los radioescuchas amantes del cine, pensamos en Arturo, nuestro Arturo Rodríguez Fernández, la otra urraca parlanchina, el otro maestro con traje de obrero de la gestión cultural, a quien ya le devolvemos su inseparable amigo. Citando al poeta, les verán juntos narrando y comentando muy divertidos historias sin tiempo, en ese espacio invisible del holgar entre el planeta y el infinito.
Armando, Santo Domingo es un lugar maravilloso, por personas como tú.
La Poncha (así me decía Armando).