Mucho antes de morir, Juan Pablo Duarte había ya sido relegado al olvido. En gran parte producto de su involuntario exilio en Venezuela, o mejor dicho, del destierro que le impuso Santana, quien lo acusaba de ‘traidor a la Patria’, lugar donde permaneció por casi veinte años hasta que éste último nos vende a España.

Para contestar al porqué del sugerente título de este artículo, debo hacer referencia al enjundioso ensayo del historiador dominicano Orlando Inoa “Juan Pablo Duarte, su última batalla: Padre de la Patria[1], quien aduce que durante el tiempo posterior a la declaración de la Independencia hasta mucho después de su muerte, y poco más allá, Duarte nunca fue considerado el Padre de la Patria, y mucho menos pieza destacada de los acontecimientos que produjeron el desenlace del 27 de febrero.

Se añade que, penosamente, ni tan siquiera se le tenía buena estima en su propio país, tomando en cuenta que el anuncio de su muerte pasó sin mayor repercusión, conociéndose la noticia una semana después de ocurrida. Todo lo contrario sucedió con Francisco del Rosario Sánchez, por ejemplo, quien resultó llevándose todas las glorias de las hazañas que compartió con Duarte, su ideólogo.

La forma en la que fueron tratados los restos exhumados de Sánchez es muestra clara de esto. El día de la llegada de sus restos a Santo Domingo, 6 de abril de 1875, fue declarado de duelo nacional por el presidente González, procediéndose a trasladarlos al panteón de la Catedral de Santo Domingo (posteriormente Capilla de los Inmortales).

Sin embargo, de ejemplos de ultrajes a la figura de Duarte está llena la historia. Inoa relata el suplicio de sus contados defensores para que al menos algún reconocimiento público por su sacrificio se le hiciese. En vísperas de su centenario, el Ayuntamiento de San Pedro de Macorís, la más desarrollada y rica de las provincias del país en ese momento, dispuso de $2,000 pesos para que se erigiera un monumento en el parque Ros con el interés de hacerle un homenaje público, conformando una Junta Patriótica encargada de los preparativos.

Pasaron varias cosas inesperadas que dieron al traste con esta actividad: se pretendía hacer un show pirotécnico, pero uno de los expertos perdió un brazo en las pruebas y por razones de humanidad el Ayuntamiento canceló aquello; no se pudo conseguir a tiempo el aparto, al parecer muy sofisticado, que se necesitaba para el esperado alumbrado de carburo en el parque, y, por último, aunque se hicieron los contactos con escuelas públicas para garantizar ‘gran asistencia’ el día de dicha inauguración, la fecha “coincidió” con otra del majestuoso parque del Cuerpo de Bomberos Civiles de San Pedro de Macorís, lugar donde se repartió comida y bebida en abundancia (desde ahí viene la cosa), pasando lo de Duarte sin pena y sin gloria.

Trujillo. Lo de Trujillo fue ya el colmo, y mereciera un artículo de análisis aparte. Entre muchas otras cosas, Inoa trae a colación la grave deshonra y burla a la Orden al Mérito Juan Pablo Duarte. En 1950 el dictador se la otorga a Félix W. Bernardino, quien de acuerdo a sus apuntes fue uno de los más depravados de sus matones, haciéndolo en honor a su actuación como Ministro Consejero en La Habana, lugar donde se dice hizo fama de criminal despiadado sembrando el terror en la comunidad de exiliados dominicanos.

El 12 de junio de 1935, día y medio después del fallecimiento de José Trujillo Valdez, padre del dictador, una sesión extraordinaria del Consejo Administrativo del Distrito Nacional emitió la ordenanza no. 14 que quitó el nombre de Juan Pablo Duarte a la avenida así designada en Villa Francisca y en su lugar se le nombró José Trujillo Valdez. Y así sucedió con muchas otras.

Pero la cosa no quedó ahí. Las desbordadas ínfulas de grandeza de este hombre no conocían límites. En el año 1955, declarado año del Benefactor de la Patria, Trujillo descaradamente se declara ‘Padre de la Patria Nueva’, pasando oficialmente a ser cuatro el número de los Padres de la Patria: Duarte, Sánchez, Mella y Trujillo.

Hoy pudiéramos mencionar otros nombres que completarían, a su perverso juicio, el cuádruplo. Sí, cada personaje en sus respectivos momentos históricos intenta sacar provecho como puede de tan digna figura. Que a doscientos años de su nacimiento sigamos aún adoleciendo en la práctica política e institucional de nuestro país de aquellos postulados duartianos, y que al parecer no nos importe, deja mucho que desear (y que soñar). No obstante, no puedo dejar de decirlo: pobre, pobre Duarte.

[1] Ensayo incluido en el libro Duarte revisitado (1813-2013), publicado por el Banco Central de la República Dominicana (2012).