“El lenguaje es la carne, el cuerpo que arropa el pensamiento”( Thomas Carlyle).

Un joven haitiano atendía  a los clientes en una compañía de recibo y envío de remesas,  ubicada en una plaza comercial en Santo Domingo.  Varias personas en una fila  esperaban su turno de mal humor porque no eran atendidas con la prontitud que impone el ritmo urbano de la vida cotidiana. Detrás de mí,  un señor mayor,  de rostro plateado, delgado y de baja estatura dijo que la fila estaba larga porque no se entendía lo que hablaba el haitiano; que este  país  estaba inundado de haitianos. El haitiano lo escuchó, agachó la mirada y siguió haciendo su trabajo con eficiencia. Hablaba muy bien el español, a pesar de la diferencia en el acento de su lengua materna. El señor se retiró  del lugar  profiriendo palabras ofensivas contra los haitianos y haciendo una apoteosis del dictador Trujillo, responsable del genocidio de 1937.

Ese comentario del señor reproduce el racismo que se vive a diario y que forma parte del discurso de las élites contra la migración haitiana, la cual tiene su base de sustentación explícita e implícita en buena parte de la cultura dominicana. Es prejuicio racial se apoya en evidencias  tangibles,  donde se afirma la superioridad de una etnia sobre otra, como la superioridad norteamericana vs la latina, la superioridad europea vs la migración latina y africana. Héctor  Domínguez sostiene (2017: p.23), estudiando los discursos del odio que  este es  “un producto mediático con el que se suspenden los diálogos. Su efecto  es diseminar un sentimiento de encono generalmente contra una minoría identificada por su raza, su sexualidad, su procedencia o religión… El odio interpreta las diferencias como amenazas al orden. Siempre se odia con razón en la medida que la campaña de odio presenta una serie de argumentos para comprobar que el sector enemigo es el factor de inestabilidad social. El odio por tanto se asume como deber, consenso o sentido común. La colectividad comprometida con el discurso del odio cree que su odio es una expresión del bien social y piensa que la exclusión de las y los otros es una necesidad urgente”[1]. No es solo endémico de nuestro país,  también lo es de otros países del planeta, donde ocurren los intercambios culturales de grupos diferentes por su color de piel, su condición económica, su preferencia religiosa, etc.

Teun Van Dijk, el lingüista más importante de  las cuatro últimas en el mundo se ha dedicado a  estudiar  estos  discursos raciales  de las élites de varios continentes  contra las migraciones y su reproducción ideológica, con un rigor científico y un sólido marco teórico. Atado a la pragmática  y al análisis crítico del discurso,  describe el combate discursivo del abuso del poder y el incremento de las desigualdades sociales en los contextos políticos y sociales que minuciosamente ha escrutado. Alguna de sus conclusiones contribuye a comprender las reproducciones  discursivas cotidianas desde los tiempos coloniales:

  • “El prejuicio racial es un sistema de dominación discursiva que implica control del poder y manejo de recursos élites en los países de mayor poderío económico.
  • Al igual que el racismo en general, el discursivo tiene sus raíces históricas en la colonización, la esclavitud y la dominación europeas, fundamentadas en una ideología de superioridad sobre los pueblos, grupos étnicos o “razas no europeas”.
  • Mediante un sofisticado vocabulario étnico, somático y cromático (negros, pardos, prietos, morenos, mulatos, indios, cholos, etc), el discurso expresa y reproduce, día a día, las categorías evaluativas y perceptuales de las ideologías de dominación blanca”(Dijk, 2008, p.189).

En el caso de la República Dominicana, los eventos comunicativos publicados en los medios de comunicación de la del año del 2018 hasta  octubre del 2019   han  reproducido la dualidad  discursiva de las élites políticas y económicas: dos posiciones ideológicas antagónicas como parte de un movimiento dialéctico:

Por un lado, existe la percepción que considera que  la migración haitiana  ha representado un peligro para el desarrollo económico, cultural y las condiciones de salubridad de la República Dominicana. Entre los epígonos reproductores de esa ideología discursiva se encuentran: intelectuales, políticos y  otros actores  sociales.

Por otro lado,  diametralmente opuesto,  la segunda percepción  considera que la migración haitiana ha  contribuido al desarrollo de la economía dominicana, desde el trabajo en los ingenios azucareros, hasta el trabajo de la agricultura, la construcción de infraestructura y las labores domésticas  en las familias dominicanas. Entre los reproductores se encuentran: intelectuales, organizaciones locales  e internacionales.

Los reproductores de la primera  percepción  recrean el legado histórico enarbolado por una élite intelectual de la primera mitad del siglo XX, la cual declaró que “La independencia dominicana obedeció, antes que ninguna otra consideración, a un definido sentimiento de cultura(…) Los dominicanos no fuimos a la independencia impulsados por ideal político, sino más bien obligados por las necesidades apremiantes de preservación cultural, para resguardo y defensa de las formas de nuestras vida social propiamente dicha”(Peña Batle,1950, p.20).

Joaquín Balaguer, quien gobernó nuestro país a partir del  1966-1978 y desde el 1986-1996), el político más influyente  en el pensamiento político pragmático, propagó esa percepción de la migración haitiana representaba un peligro inminente y un enemigo  silencioso para paz y la estabilidad de los dominicanos. “Haití adolece de serios problemas étnicos y de carácter moral que atenta contra las sanas costumbres. Su condición biológica del color negro de la piel lo predispone para reproducción de la población (Balaguer, 1983, pp. 221-222).  Sin embargo,  fue el que más se benefició en lo político y electoral del discurso prejuicioso contra los haitianos. Logró impulsar el desarrollo de industria azucarera con la contratación masiva de la mano de obra haitiana y le cerró el paso al líder popular  de masa  más grande que ha tenido el país  en el siglo XX por ser negro y de origen haitiano: José Francisco Peña Gómez.

Los actores reproductores de la segunda percepción le pasan por encima a la realidad cultural haitiana y a sus conflictos internos. Enarbolan un discurso de la victimización (a raja tabla) de una cultura dominante opresora sobre  la haitiana dominada, montados en el dualismo maniqueo marxista. Ignoran que Haití es un país de castas, como afirman algunos historiadores haitianos, en la que hay una enorme distancia entre las élites económicas y la mayoría del pueblo pobre (Leybuen, 1986). No reconocen sus problemas intrínsecos. No entienden que la República Dominicana no puede cargar con la tarea de asumir la reconstrucción y la institucionalidad  del Estado de Haití. Francia y España, responsables  históricos de construir dos países diferentes  tienen  el mayor compromiso.

Ahora bien, si se sacuden las argumentaciones de ambas posiciones ideológicas de las élites políticas y económicas enunciadas, no solamente encontramos en ellas grandes falencias, sino también grandes verdades. Ambas forman parte de un movimiento dialéctico que deben ser superadas, dejando atrás las pasiones desbordadas sobre la migración haitiana. Las élites conservadoras nacionalistas, que se cobijan bajo el discurso de la “enemización” (Zaglul, 1997) de la inmigración haitiana, deben comprender que fomentando el odio hacia a nuestro vecino no solucionaría el problema, sino atizarlo. El problema no es solamente jurídico y de protección de las fronteras, es también político y económico. En ese sentido, tiene razón el sociólogo Wilfredo Lozano cuando afirma que los grupos conservadores han utilizado el tema de la inmigración haitiana para debilitar a las corrientes liberales, contribuyendo a fortalecer el pensamiento conservador como lo fue la élite partidaria que se unió bajo el Frente Patriótico en las elecciones del 1996(p.17).

Igualmente deben comprender que el ser humano migrante tiene derechos que le asisten en cualquier parte del mundo donde se desplace.  Los derechos humanos y la humanidad anteceden a la patria, a las ideologías y a las religiones. Ambos países deben tomarse en serio este asunto. En ese sentido, reconocer sus  autonomías culturales, poniendo el acento en los que nos ha unido para bien de ambos como vecinos. No obstante, dada la situación actual,  compete a cada Estado “definir claramente los mecanismos de mayor control y ordenamiento, que sancione a los grupos privados que se benefician de la inmigración ilegal, sean estos intermediarios y empresarios, burócratas, civiles o militares, simples buscones e intermediarios ilegales” (Lozano: 2008, p.173).

Los que se cobijan sobre la segunda posición ideológica no reconocen que el problema del prejuicio racial contra el haitiano se reproduce porque encuentra una base de sustentación cotidiana en ambos países. Américo Badillo y Arturo Jiménez Sabater, en la obra El otro del nosotros (1994), en la cual querían valorar lo que había en la cultura del vecino que tenemos entre los dominicanos. En dicha investigación sobre el prejuicio antihaitiano, sorprendidos, recogen con sorpresa este comentario de una mujer santiaguera,  en una reunión parroquial, al hablar  sobre la importancia de la solidaridad:

“Uno quisiera nacer perfecto sin ningún defecto, pero si Dios quiere que uno nazca así con este color, pues hay que aceptarlo, aunque eso no es nada, porque quién sabe si cualquiera de ellos puede que tenga el corazón más cerca de Dios que cualquiera de nosotros”(p.15).

Del lado de Haití también hay prejuicio. Leslie Manigat,   un intelectual y político haitiano  hizo este comentario: “La huída del color negro, consciente e inconsciente, acrecienta la atracción hacia lo más claro posible y multiplican los matrimonios a mejorar la raza, según opinión tristemente corriente en Haití. El ideal es el matrimonio interracial” (1975; p. 23).

Los intelectuales haitianos en el pasado han respondido  con fuertes críticas al discurso de las élites dominicanas y han querido ocultar sus problemas que impiden su desarrollo como un Estado  fuerte. Jean Price-Mars, uno de los más grande estudiosos de la cultura haitiana, planteó en el libro  Así habló el tío (2010), que el sentimiento racista (antihaitianismo) “nace de la idea de separación y de concebirse de una forma diferente a la real: Los dominicanos se creen blancos  en oposición a la negritud de los haitianos. Los negros y los mulatos dominicanos lucharon contra porque se creían blancos” (p. 22).

En la reproducción  del discurso oficial   de las élites políticas y económicas dominicana se registra  una dualidad. Por un lado se valoran las relaciones comerciales de colaboración entre ambas naciones, como aquel discurso del canciller dominicano, Miguel Vargas Maldonado,  en su primera visita a  Haití. “Ha llegado el momento de sentarnos a discutir seriamente un tratado que dinamice el flujo de comercio bilateral, que genere riquezas a ambos pueblos y que fortalezca los vínculos históricos de intercambio comercial, sin trabas y sin objeciones más allá de las que impongan las normas internacionales de comercio” (Web de la Cancillería, 30 /8/2016).

Y por otro lado se  reproduce el discurso histórico del peligro de la migración haitiana en la vocería de funcionarios del   Presidente Medina: “También se ha incrementado la protección por aire y por mar, con los drones y helicópteros que están sobrevolando la zona, así como por las lanchas que mantienen la vigilancia en las costas, y con ello fortalecer la frontera, hacerla más segura y estable, y así proteger a nuestra gente y nuestro territorio” (Hoy, 8 marzo, 2018).

Comparto las opiniones  del economista Bernardo Vega y del sociólogo Wilfredo Lozano, los cuales reconocen la culpa de la clase política dominicana que históricamente no ha enfrentado el problema de la migración haitiana. El licenciado Vega  ha dicho que la culpa es nuestra;  hubo negligencia histórica de las autoridades, a partir de los años de 1933 hasta la fecha, en enfrentar el problema masivo migratorio (Acento.com.do 19/1/2014)   Sin  embargo, la culpa no es sola de la clase política, sino también de los intelectuales que han gobernado juntos con sus líderes políticos desde que surgió el problema. Su culpa es mucho mayor debido que sabían cómo se podía solucionar el problema de la migración masiva ilegal y descontrolada y prefirieron arrodillarse y encadenarse a los intereses electoreros de los líderes políticos, salvo muy pocas excepciones.

De acuerdo al sociólogo Lozano, el doble discurso de nuestra clase política, incluidos los actuales administradores del Estado, olvidan que el hecho de firmar acuerdos de libre comercio implica que la posibilidad de acceso a nuevos mercados, sino también un proceso de negociación… Los políticos solo quieren ver los beneficios y políticos y económicos, pero no está dispuestos asumir las responsabilidades que derivan.  Por eso es importante que se respeten las diferencias que los distinguen como sociedades y como cultura, al tiempo que nos permita de la hacer la cooperación el terreno común para avanzar hacia un mejor y más digno destino como naciones independientes (Lozano, pp.182-183).

Por ahora concluyo con Don Américo Lugo,  un dominicano ejemplar  que amó la patria con donaire, un hostosiano superior en la independencia de pensamiento bajo los yerros de la tiranía trujillista; superior en su moralidad. Ha sugerido que nuestros conflictos con Haití deben resolverse por la vía pacífica y no por la guerra, sino por la paz: ”Copropietarios de una isla, Haití y Santo Domingo tienen un deber común: conservar la independencia de la isla. Las dificultades que surjan por razón de frontera deben mirarse con  calma…” (Sobre el conflicto domínico-haitiano, 1983).

[1]Domínguez, H.  “Maquinarias mediáticas del odio:  la significación actual de las campañas electorales”. Sobre este tópico, consulte a  la Dra. Mariella Saettone, – Coordinadora General del Programa Interuniversitario de Derechos Humanos AUSJAL-IIDH- en la conferencia: “Migraciones y derechos humanos, un desafío actual.