«La ciencia y la fe no son enemigas sino que se complementan»

Mons. Raúl Berzosa Martínez.

 

Unos jóvenes creyentes me visitaron hace unos años para proponerme que organizara una conferencia con un “doctor cristiano” que venía de Estados Unidos para destruir la “perversa teoría evolucionista”. Por sus ojos vidriosos de emoción me di cuenta de que no era saludable iniciar un diálogo con ellos sobre el tema y los remití a otro encuentro que nunca ocurrió. Bajo la sombrilla de “creencias” mucha gente buena es arrastrada a fanatismos pseudo-religiosos, negadores del don maravilloso que Dios nos brindó con la ciencia y prestos en su momento a la violencia si sus líderes los arrean. El caso de Trump con el asalto al capitolio o la del “peregrino” que provocó el caos en Puerto Plata durante el momento más peligroso de la pandemia son dos buenos ejemplos. La confusión entre magia y religión está a la orden del día y en gran medida se debe a la nula formación en ciencias de muchos bautizados. La Fe no tiene hostilidad alguna con la Ciencia cuando es verdadera Fe y verdadera Ciencia. Veamos dos casos.

La población de Charleroi en Bélgica, en lo que conocemos como la región de Valonia, rondaba los 200 mil habitantes al finalizar el siglo XIX, igual que al comenzar este siglo XXI. En esa pequeña ciudad nació el 17 de julio de 1894 un niño llamado Georges Lemaître. Estudió bajo la influencia de los jesuitas y al escoger carrera siguió el consejo de su padre e ingreso en Ingeniería de minas, tomando en cuenta que donde él nació era una zona metalúrgica y con grandes yacimientos de carbón. Mientras fortalecía su formación en ciencias crecía su vocación hacia el sacerdocio. Se dedicó de lleno a estudiar física y matemáticas, hasta alcanzar su doctorado en 1920, e ingresó en la Facultad de Filosofía, donde continuó su formación sacerdotal y fue ordenado el 22 de septiembre del 1923. Su vida a partir de ese momento se movió en un balance armónico entre el altar y la ciencia hasta su muerte en 1966.

Luego de varios años de viajes para trabajar en universidades de Europa y América, centrándose en los modelos cosmológicos, propone en 1931 una tesis vanguardista: todo lo que conocemos comenzó a partir de un átomo primigenio. Esta era la mejor explicación para entender el proceso de expansión del universo a partir de las observaciones de varios astrónomos de su tiempo. Dos años más tarde presentó una explicación completa del modelo que hoy conocemos como el Big Bang. La fama que ganó con su teoría lo hizo merecedor de muchos reconocimientos, incluida la de miembro de la Academia Pontificia de la Ciencia en 1936.

La propuesta de Lemaître enfrentó la oposición de científicos de la talla de Albert Einstein que en un primer momento le pareció absurda. A Einstein le costó aceptar que su modelo estable del universo no se correspondía con el cúmulo de observaciones que se llevaban a cabo en todo el mundo. Al final, después de 1935, reconoció que Lemaître tenía razón. Fue este sacerdote belga el primero en “ver” el origen de todo lo que conocemos. En un inicio todo estaba concentrado en un espacio tan diminuto que nos resulta asombroso imaginar y que ese átomo primigenio hace poco más de 13 mil millones de años estalló y comenzó un asombroso despliegue que ha dado forma al universo, a la totalidad de todo lo que existe. Una de las consecuencias más chocante de reconocer ese fenómeno es que todos los materiales de que estamos hechos los seres humanos, los demás animales y las plantas tiene más de 13 mil millones de años, porque hasta prueba en contrario todo lo que existe ni se crea, ni se destruye, únicamente se transforma. Lo que confirma que los muchos años no dan sabiduría cuando vemos a tantos maduros profesar fanatismos ideológicos y religiosos, promover la xenofobia, el racismo y el odio contra las mujeres.

Un poco mayor que Lemaître, nacido en Francia el 1 de mayo de 1881 en el Château de Sarcenat, otro sacerdote, jesuita, llamado Pierre Teilhard de Chardin impulsaría a niveles insospechados la teoría de la evolución que se ha convertido en la estructura central de la biología contemporánea. Teilhard de Chardin se formó en filosofía y teología, pero asumió una pasión intensa por la paleontología bajo la guía de su amigo Charles Dawson. Estudió Geología, botánica y zoología, alcanzando un doctorado con su tesis Mamíferos del Eoceno inferior francés y sus yacimientos. Toda la vida de este jesuita la dedicó a investigar yacimientos de las diversas especies de homínidos que conocemos en Asia y África. Aportando muchos datos nuevos. A la vez escribió grandes propuestas de carácter filosófico donde integraba el reconocimiento de la evolución de la materia y la vida a lo largo de miles de millones de años con su Fe en Jesucristo. En último término se esforzó en darle un sentido a toda la información que la ciencia nos brinda y nuestra vivencia de la Redención.

Por un lado los colegas de Teilhard que no compartían su Fe consideraban sus argumentaciones como un salto al misticismo desde la ciencia, mientras del otro lado sectores integristas de la Iglesia, en torno al cardenal Alfredo Ottaviani, lo atacaron cuando él no se podía defender y desde la Congregación para la Doctrina de la Fe legislaron que sus libros fueran prohibidos. No es de extrañar que Ottaviani fuera el líder de las voces conservadoras que intentaron detener el curso del Concilio Vaticano II. Tuvieron que pasar dos décadas para que la Iglesia recuperara el gran valor de Teilhard y sus aportes. Grandes teólogos y el mismo Juan Pablo II reconocieron los méritos de la obra de este jesuita. Incluso Benedicto XVI afirma que el documento Gaudium et Spes está permeado del pensamiento de Teilhard de Chardin.

Una auténtica Fe cristiana impulsa a cada ser humano a vivir profundamente el amor a sus prójimos sin distinción si desea verdaderamente amar a Dios; a fortalecer el músculo de la libertad mediante el discernimiento constante de sus actuaciones desde su conciencia y a vivir la pasión por conocer racionalmente la obra de Dios como verdadera alabanza a Él. Rechazar a otros seres humanos por su raza, nacionalidad o género; obedecer ciegamente a otras personas que se autoproclaman dueños de la verdad o entumecer su cerebro con magia, fantasías y obscurantismo, son todas expresiones de ateísmo práctico. Aprender ciencia y divulgar sus logros debería ser parte del Magisterio de la Iglesia, como lo es la cuestión social desde León XIII, y de alguna manera Laudato Si va en esa dirección. Las universidades católicas debemos responder al llamado de Francisco cuando nos señaló que: “La Universidad, (es el) lugar donde la ciencia y la sabiduría colaboran en la formación integral” de los hombres y mujeres. Una auténtica Fe es lúcida, libre y amorosa, o se convierte en creencias deshumanizantes y violentas.