Cuatro laboriosos y preocupados sacerdotes de la arquidiócesis de Santo Domingo han puesto el dedo en la llaga de uno de los más apremiantes dramas sociales que confrontamos, al llamar la atención, una vez más, sobre el estado de penosa miseria que arrastran miles de familias en los barrios del Gran Santo Domingo.
Los padres José Luis Hernández, Aquiles Ozuna, Nelson Acevedo y Gabriel Almonte saben de lo que hablan. Por su condición de curas barriales pueden dar testimonio cabal del angustioso estado de pobreza de gran parte de la grey parroquial en que desenvuelven su misión pastoral, tanto en el orden espiritual como humanitario, de la que cada día son testigos de excepción.
Ellos declaran sentir en carne propia esa misma angustia, cuando gente con hambre auténtica y literal, que significa no tener nada que llevar al estómago, se acerca a los templos en busca de algo que comer. Y contrastan esta situación de extrema necesidad con las cifras de sostenido crecimiento que registra la economía del país, y que este mismo año van camino de superar la del resto de los todos los demás países del continente.
Y no es que este crecimiento no resulte real, como a veces, inclusive algunos comunicadores, cuestionan y tratan de restarle credibilidad. No se trata de cifras manipuladas. Donde radica el problema, tal como observa este grupo de sacerdotes, es en la distribución de esa riqueza, que en vez de fluir hacia el pleno de la sociedad, donde solo llegan migajas, se queda concentrada en un número reducido de manos, no pocas veces manchadas por las más diversas prácticas criminales y corruptas.
Como diría el inolvidable Cantinflas, es ahí, en esa grave desigualdad que se registra en el disfrute de la prosperidad que debiera generar el crecimiento de la economía, que está el detalle.
Esa penosa realidad, que debiera servirnos de constante y urgente clarinada, resulta arropada por la reiterada cháchara tantas veces intrascendente de la politiquería barata que nos golpea y embota a diario, mientras arrastramos, sin prestarle la atención requerida, el penoso y peligroso fardo que representa más de la tercera parte de la población malviviendo en estado de exclusión, buena proporción en condición de pobreza extrema, nos impone admitir la amarga realidad de que somos dos países y dos pueblos diferentes.
Es en ese escenario dual donde contrastan la casi impúdica ostentación y derroche de bonanza de que hacen gala algunos, muchas veces, obtenida por caminos torcidos, prácticas tramposas, negocios turbios y complicidades vergonzosas con la frustración y desesperanza de tantos que viven anclados en extrema miseria, a la que no encuentran ni se le ofrecen vías de escape.
Dos países y dos pueblos. Nacidos y aposentados en el mismo suelo pero tan distintos y tan distantes. Mientras no se acorte la distancia que los separa y comiencen a parecerse más entre si, democracia, igualdad de oportunidades, libertades públicas, derechos ciudadanos, progreso y paz social serán palabras vacías, carentes de todo valor y contenido.