En las creencias cristianas existe la figura del infierno, un lugar terrorífico -que nadie sabe dónde está ni lo visto nunca- donde van los que se han portado mal en la vida terrena o los que no pertenecen a esas religiones, los llamados infieles, o los que no creen en nada sobrenatural como los señores ateos.
Estas creencias se vienen transmitiendo desde hace siglos de maneras muy truculentas, espantosas, descritas y graficadas al crudo estilo medieval como lo hizo Dante con sus círculos del Infierno en su famosísima obra La Divina Comedia. En nuestros días el asunto de Infierno se ha ido suavizando hasta tal punto que algunos sectores, para su conveniencia, proclaman que el infierno tal como nos lo han venido pintando no existe y que ahora el castigo consiste en no tener el privilegio de ver a Dios.
Dentro del infierno se predica que está habitado por demonios más malos aún que el sebo de Flandes o un jugo de vegetales verdes sin azúcar, y que se dedican a atormentar sin descanso alguno hasta la eternidad a los pobres condenados que desafiaron o ignoraron los sagrados mandamientos, abundando -suponemos- en especial los fornicadores a destajo, los deseadores de mujeres ajenas, los delincuentes y asesinos, tanto por su cantidad en todas las épocas y lugares como por la gravedad de sus pecados.
También los hay que han despreciado a los padres, los blasfemadores que han maldecido a Dios, a la Iglesia, a los Santos, y por otros pecados llamados mortales y graves como los capitales y algunos más, que los cometen muchas más personas de las que nos imaginamos y que no se han confesado al final de sus vidas o arrepentido de manera sincera. Existe también el purgatorio, una versión reducida del infierno de la que se puede salir al cabo de un tiempo y que representa una esperanza de redención para muchos pecadores.
Los demonios nos los han descrito por lo general como señores con cara de malos, tan malos o peores que Trump, Ozama Bin Laden, Nicolás Maduro, o José María Aznar, tienen piel rojiza mucho más roja que los indios americanos, dos cuernos sobre la cabeza al estilo de pura traición femenina, barbas de chivo de esos que llaman sin ley, con un tridente pinchando a sus pobres víctimas como si fueran salchichas de barbacoa para ver si ya están en su punto.
Azotándolos sin piedad con terribles látigos aún más dolorosos que los knuts de puntas afiladas que utilizaban en Rusia para castigar a los pobres mujik campesinos, también es común ver friendo a los condenados en aceite como si fueran muslos o pechugas de pollos en unas ollas enormes aún más grandes que las de cuarteles militares. O volcándoles cubos y más cubos de excrementos de vaya a saber de qué alcantarilla de ciudad o letrina de campo provienen, y por si fuera poco todo ello en un ambiente con un asfixiante olor a azufre que dificulta hasta ahogar la respiración. Cualquiera que pensara un par de veces en el Infierno y lo creyera se pasaría la vida rezando en un monasterio de clausura, no es para menos.
Pero de manera muy particular yo creo que hay dos infiernos, el anterior ya descrito con todos los tormentos habidos y por haber y otro más cercano a los humanos que es la vida misma. Sí, la vida, esa rodajita de salchichón del tiempo infinito que dura setenta u ochenta años de promedio según países y crujidas internas de los mismos, y que representan apenas un infinitésimo estornudo existencial.
En nuestra vida hay infiernos no sobrenaturales sino terrenos que debemos sufrir todos, o al menos la inmensa mayoría de los que hacemos equilibrios en una esfera loca que gira y huye a la vez a grandes velocidades que es nuestro mundo. Los demonios terrenales son muchos, muchísimos y con deferentes especialidades. Los hay presidentes y altos funcionarios de naciones, dirigentes empresariales de grandes y pequeñas compañías, matarifes de gentes al por mayor y detalle, comerciantes sin escrúpulos y millares más.
Se diferencian en que son de carne y hueso, no tienen la piel rojiza como sus colegas de arriba pero sí amarilla, negra, blanca, o cobriza, los cuernos no sobresalen del exterior del cuerpo sino que se llevan con mayor o menor resignación en el interior, los demonios terrestres pueden tener o no barbas de chivo, de candado, perillas finas y recortadas, o de leñador que tan de moda han estado hace algunos años atrás, y en lugar de tridentes punzantes llevan carteras de ministerios, billeteras bien repletas, y muchas computadoras y celulares.
Los tormentos pueden ser distintos como por ejemplo tener que soportar años a políticos ineptos y corruptos que son flagelos causantes de un gran dolor colectivo. O los impuestos que pinchan sin cesar a las clases medias, tan imperdonables que se les ha comparado con la misma muerte. O la delincuencia que nos mata, nos hiere, nos roba, nos rapta, metiendo nuestras vidas en un caldero de miedos, dolores y dificultades. O la basura y suciedad públicas en las que vivimos de manera permanente, que equivalen a los cubos de excrementos arrojados en el primer Infierno. O el tránsito intransitable que padecemos a diario junto con la polución de gases nocivos de vehículos, aviones y barcos, fábricas y fundiciones de todas clases, es el azufre demoníaco paralelo al bíblico que nos acorta la vida.
En fin, podríamos citar centenares de castigos más pero es hora de ir cerrando este boliche. Como sea, hay que procurar no ir a ninguno de los dos infiernos. El primero, si es que existe, no hay nada que hacer, allí no hay reducciones de penas, ni indultos, ni amnistías. El segundo, el que es real y humano se nos impone desde el nacimiento con una existencia que mezcla una de cal y una de arena, cosas buenas y cosas malas, hay que rebajarlo y evitarlo lo más posible. En nuestras manos y en nuestro comportamiento está esa posibilidad, y por favor duerman tranquilos, que no es para tanto.