Más allá de lo relajado del sistema esclavista en la parte española de la isla, es interesante encontrarse con datos aislados y sorprendentes que, a falta de buena documentación, impiden hacernos una idea clara sobre el pasado colonial nuestro.
Según el texto del jesuita José Luis Sáez La Iglesia y el Negro Esclavo en Santo Domingo (Colección Quinto Centenario, Sto Dgo, 1994) en el periodo comprendido entre 1741 y 1748 se bautizaron en la Catedral de Santo Domingo unos 1, 033 negros esclavizados, entre estos 565 eran adultos y 468 eran párvulos (p. 82). En Ningún otro momento hubo tanto bautizos como en este periodo: ¿qué lo hace especial? El siglo XVIII es el siglo del repunte de la parte oriental de la isla, a pesar de las restricciones impuestas por la Corona, el sistema esclavista sigue siendo lucrativo y, sobre todo, cuando se hace alejado de las políticas de la metrópoli. Tanto el contrabando marítimo como la huida de los negros esclavizados de la parte francesa de la isla contribuyeron a este incremento demográfico.
En el siglo XVIII la población mulata predominó. Los mulatos o pardos libres eran más que la población negra esclavizada y que la blanca, a pesar de las migraciones canarias. Este cuadro demográfico debió generar preocupación en la élite criolla, descendientes directos de españoles, y en los que nacieron en la metrópoli que ya estaban asentados en Santo Domingo Español. La mezcla racial era un hecho innegable y, como tal, motivo de “blanquización” entre aquellos que por sus rasgos fenotípicos generaban dudas o, por el contrario, como elemento diferenciador y sustentador de privilegio sobre los demás grupos sociales.
Bajo este cuadro, es convincente que el problema racial trajese consigo la preocupación por la limpieza de sangre en una minoría preocupada por los escasos privilegios que aún pretendía conservar o en un sector de la población blanca y mestiza preocupado por diferenciarse de otros más bajos en la escala social. En este sentido, mostrar la “pureza de sangre” constituyó una estrategia de diferenciación del blanco respecto al mulato y al mestizo, como ocurrió en Tierra Firme para la misma época y según está plasmado en las diversas clasificaciones y pinturas de castas de Miguel Cabrera en la Nueva España del siglo XVIII.
En Santo Domingo tenemos escasa información sobre esta problemática. Solo hay un caso documentado, en lo que he encontrado hasta el momento, de limpieza de sangre en la parte oriental de la Isla que data de 1743. El 17 de abril de ese año, la “doncella” Juana Rivera, oriunda de Bayaguana, otorga un poder en favor de Antonio de Quevedo y Villegas para que este le representa ante las autoridades de la catedral.
El motivo de este poder, literalmente, es para que el apoderado reúna la información necesaria para reconocer la limpieza de sangre de la joven. Para ello el apoderado debía realizar las “diligencias judiciales y extrajudiciales” para tal fin. De algún modo resultaba un imperativo para esta joven demostrar que en sus venas no corría sangre impura, no procedía de cruces contaminantes para la época, sino que su árbol genealógico daba cuenta de su abolengo hispánico-cristiano. ¿Qué la motivaría a esta petición?
En España los estatutos para reclamar la limpieza de sangre tenían un objetivo religioso: mostrar que se era cristiano puro y que no había ningún judío o musulmán converso en el linaje familiar. La petición de limpieza de sangre era requerida en los casos en que se quería acceder a algún puesto público o militar, a algún convento o colegio mayor, etc. Fue una práctica social cotidiana y aceptada en España desde el siglo XV hasta el siglo XVIII que es cuando prácticamente desaparecen.
En Santo Domingo sabemos que hubo política expresa para que no migraran judíos o descendientes de judíos conversos, los nuevos cristianos; pero ello no se cumplió a cabalidad. La sospecha de entrada legal o ilegal de impuros de sangre es probable. No pensamos que la “doncella” deseara algún cargo militar o público o que este “informe” formara parte del expediente del emigrante, popular en el siglo XIX. De todos modos, este constituye un caso único documentado de nuestra historia colonial.