Hojeando a finales de abril la revista norteamericana, “The New Yorker”, me detuve en una de sus páginas atraído por la belleza exótica de una mujer de tipología mulata, quizás medio oriental. Al pie de foto, el nombre de Leila Slimani. A ella dedicaban un extenso reportaje. Ganadora a los treinta y cinco años del prestigioso premio literario francés Goncourt, marroquí de origen, y criada en Francia, es en la actualidad una de las escritoras más leídas y una respetada intelectual.

La novela que decidió a los académicos franceses fue “Chanson Douce”, canción de cuna, colocándola junto a Proust y Malraux. En Norteamérica prefirieron titular la “The Perfect Nanny”, la niñera perfecta, pues tendría  mayor  atractivo para  sus lectores, familiarizados como estaban con el crimen que  inspiró la novela. El horripilante suceso finalizó salvajemente la vida de dos niños en un apartamento de Nueva York, apuñaleados por su niñera. En su tiempo, 2012, supe de aquel suceso sin interesarme por la asesina. Esa sanguinaria historia se convirtió en una gran obra literaria: un suspense cautivador donde se plantea las complejidades de la maternidad y sus delegaciones entre diferentes clases sociales. Terminé de leer el enjundioso artículo, volví a mirar la fotografía, y decidí comprarme el libro.

Por esos días, seguía en los medios de comunicación españoles el asesinato de un niño de ocho años, ejecutado por una dominicana juramentada española, tragedia igualmente aborrecible como la que sirvió de motivo para escribir “Chaison Douce”. En esta ocasión, la prensa y la televisión proporcionaron datos sobre la vida de la culpable. Presté atención, intentando entender cómo una adolescente de Cabuya, La Vega, llegó a ser una madrastra asesina. La de ella es una historia compleja de abusos, miserias, desamor, y supervivencia, a la que no pocos dominicanos están expuestos.

Absorto en esa desgracia española, no volví a pensar en la de Nueva York, mucho menos en lo que pudieran tener en común las dos protagonistas, que no fuera un descomunal descarrilamiento psicológico o un desorden antisocial extremo.

A principios de abril, quedé sorprendido por un titular intruso de pantalla de teléfono: la “Killer Nanny”,” la niñera asesina, Yoselín Ortega”, había sido condenada a perpetuidad, y también era dominicana. Busqué datos personales sobre Yoselin en la Biblioteca de Alejandría, alias Google, concluyendo que esa terrible coincidencia no tenía que ver con la nacionalidad y sí con el tercermundismo.

En la vida de esas dos mujeres, como en la de otros muchos habitantes del tercer mundo, encontramos similitudes: familias pobres, desorganizadas, embarazos tempranos, madres solteras, niñez abusada, desempleo, educación deficiente, políticos corruptos, ineficiencia institucional. En común también la necesidad de emigrar, historia laboral irregular, y una tenaz y traumática lucha de sobrevivencia desde la adolescencia.

Yoselín Ortega, de acuerdo con familiares y su historial clínico, probablemente sufre de esquizofrenia. Intentó vencer la enfermedad apegándose obsesivamente al trabajo, aislándose socialmente, y cumpliendo a medias con tratamientos psiquiátricos de corta duración. Ana Julia, por otro lado, y desde su llegada a la península –  de su vida antes de los diecisiete años, cuando llega a la península, solo sé que ya tenía una hija – exhibió un comportamiento antisocial, aprovechándose de quienes caían mareados frente a sus bien administrados encantos antillanos y vivaz inteligencia. La primera, puede tener atenuantes, la segunda no los tiene. Ambas, no quede duda, tienen cómplices dentro de la sociedad subdesarrollada en las que se asomaron por primera vez al mundo. Una tiene muchos más que la otra. Y de ellos hablaremos en una próxima ocasión.