Dedicado a la memoria de sus hermanos/as ya fallecidos.

Mi hermano menor José Horacio tiene por costumbre celebrar anualmente su cumpleaños, y como si no bastaran las atenciones y miramientos que junto a su esposa Luisa Rancier les prodigan a familiares e invitados, se permite además la ocurrencia de sorpresas consistentes en convidar de manera confidencial amigos y conocidos de infancia con la callada finalidad de sorprender agradable y nostálgicamente a sus dos hermanos mayores.

Ana Josefina Balcácer y Lourdes Tavares

Por caer en día de semana su natalicio – el 21 junio – optó por celebrarlo en su casa el domingo 24 día de San Juan, y en adición a las bebidas, entremeses, manjares y postres que  a discreción fueron ofrecidos a los asistentes al estilo banquete, nos maravilló la presencia de dos amigas de los tiempos de catapún que representaron para el autor de este artículo dos exquisitas delicatesen, dos boccatos di cardinale.

Se trataba nada más y nada menos que de Ana Josefina Balcácer Vda. Castro y Lourdes Milagros Tavares Cabral que fueron nuestras vecinas desde el año 1950 en Los Laureles, Santiago, conociendo, no solo a sus padres, hermanos/as y parientes que les visitaban, sino que las avistaba a diario, y al ser el hermano menor de la primera contemporáneo mío – el locutor Reinaldo Balcácer – casi todos los días de los años cincuenta del pasado siglo me apersonaba a su casa enfrente de la mía.

Ana – su onomástico fue el pasado 26 julio – era la mayor de sus hermanos Alfredo, Altagracia y Rey, y si en verdad guardaba un parecido físico con ellos su personalidad y sensibilidad eran totalmente distintas distinguiéndose en cierta medida por una natural introversión, un intuitivo apartamiento de sus conocidos, una prudencia impropia en provincias, y no obstante éstas espontáneas reservas, en su trato la dulzura y la afabilidad sobresalián.

Inventariando aquel añorado pasado me apercibo que nunca vi a  Ana de visita en el vecindario ni tampoco recibiendo en su casa a sus amistades.  Jamás de soltera ni ya casada la avisté caminando en compañía y menos en solitario por las pocas calles del Santiago de entonces.  Ninguna vez en un cine, eventos deportivos o en actividades lúdicas del barrio, debiendo expresar haberla observado asistiendo a misa en la Iglesia Mayor.

Parecía ser una creyente del budismo zen al predicar éste a sus feligreses retirarse de la sociedad y renunciar al mundo.  Tampoco le vi desarrollar una obsesión por algo o alguien como su hermana Altagracita – Cuquita – con las canciones de Olga Guillot o Dilia – una doméstica de la casa – que coleccionaba fotos de la reina inglesa Isabel II.  Si se intentaba comunicarle a Ana una noticia que ésta ya sabía, ponía cara de ignorarla, prestaba gran atención al escuchar y al final abría desorbitadamente uno de sus ojos.  Esto último me encantaba.

En su adolescencia fue alumna del colegio mas exclusivo y respetable de todo el Cibao como era el Inmaculada Concepción de La Vega regenteado por Hermanas Franciscanas de los Sagrados Corazones, y todo parece indicar que la pintura de caballete era una asignatura obligatoria en la formación de las jóvenes muchachas, pues las pinturas de Ana colgadas en la sala de su casa demostraban una gran destreza en la composición y en el uso del color.

Recuerdo como ahora un paisaje nevado que por años estuvo pendido en la sala que no tenía nada que envidiarle a los grandes pintores de nieves del impresionismo francés, como también no puedo desterrar de mi imaginación la relación de esta querida amiga con las flores tales como los cigarrones, begonias, caléndulas, dalias, rosas, lirios y gingers que con primor cultivaba su madre homónima en un extenso jardín que en su parte posterior colindaba con los rieles del antiguo ferrocarril.

Era de mi particular agrado comer a medio día unos plátanos amarillos al caldero que preparaba su progenitora así como el metálico aroma que desprendía su nevera al abrirla por su costumbre de colocar en su interior, y sobre un platillo, trozos de carbón vegetal que tenía la propiedad de absorber los olores desagradables que podrían  generarse dentro del frigorífico.  Era un efluvio que asociaba a la limpieza y  aun hoy en día mi memoria olfativa lo recuerda con añoranza.

Como era de esperar Ana Josefina eligió como pareja a alguien en consonancia con su personalidad ya que Rafael Castro era un afecto a la introversión, la discreción, desestimaba el alarde y la exhibición que eran actitudes que no concitaban una gran empatía dentro de una colectividad bullanguera y extrovertida como la santiaguera.  Rafael fue siempre para mi un gran incomprendido.  Procrearon cuatro vástagos y por vivir en el extranjero hace lustros, no veo a Carmen Amelia y Omar que eran los mayores.

El autor, con sombrero, y dos de sus hermanos

Representó para mi una sorpresa y un sentido placer departir con Ana por varias horas en la celebración antes mencionada, y cada vez que nos susurrábamos algo no podía impedir el asalto a mi imaginación de la música y letras de una canción interpretada por la mejicana María Luisa Landín muy de moda a inicios de los años 50:  se titulaba “Amor perdido” que de soltera ella no solo escuchaba mucho en la radio sino que además la tarareaba con aparente deleite.

Con respecto a Lourdes Milagros Tavares Cabral diremos que en ciertas facetas es la antípoda de  Ana Josefina sobre todo en lo concerniente al activismo laboral y a la visibilidad pública al desempeñar diversas ocupaciones en la administración gubernativa, participando a menudo en los eventos sociales realizados en los clubes y centros de diversión, y ser de las pocas muchachas de la ciudad en conducir vehículos de motor algo de masculina exclusividad en los años sesenta.

Su familia nuclear – eran 8 hermanos – estaba emparentada con personajes de gran ringorrango doméstico y nacional,  pues ella era sobrina política de Mario Fermín Cabral y Báez político de gran connotación durante Trujillo y además su tío abuelo fue Manuel de Jesús Tavares Portes – hermano de su abuelo Vicente – el fundador de la tienda “El Gallo” y el “Ron Tavares”, siendo en su época un munícipe muy bien ponderado por todos los cibaeños de  a pie o no.

La notabilidad de esta familia entre sus vecinos  se manifestaba entre otras cosas por poseer el único teléfono residencial del sector – el mítico 3063 que con amabilidad ponían  al servicio de todos.  Por tener Fernando Arturo el único vehículo en Santiago (un Fiat) con el motor detrás que era toda una sensación.  Por prestarse las hijas  empleadas en la Administración pública, a la realización de cualquier encomienda de los moradores, y en razón de ellas asistir a las fiestas del jet set santiaguero, podíamos enterarnos de sus últimas historias y anécdotas.

Mi padre siempre nos decía que Lourdes prestigiaba la ropa que llevaba, y aunque el tejido de la prenda fuese corriente y ordinario como el percal, algodón crudo o el llamado entonces Macario, su cuerpo y natural elegancia la realzaban otorgándoles un mayor valor.  Por ello y otras particulares consideraciones no mentiría si afirmara que los Tavares–Cabral era la familia de mayor principalía y relevancia entre las avecindadas en el barrio llamado “Los Laureles”.

Tanto Lourdes como sus cinco hermanas – Dominicana, Hilda, Ligia, Gladys y Carmen – exhibían un lenguaje gestual muy parecido al de su madre Manuela de Jesús – Doña Chucha -, y a pesar de los vínculos de sus parientes con la dictadura desempeñando algunas de ellas posiciones durante la misma, eran opositoras, críticas nada discretas del régimen, sobre todo después que en diciembre del año 1958 su hermano Fernando Arturo fue asesinado en Santo Domingo por matones a su servicio.

A menudo acostumbraba Lourdes – no es una mujer de medias tintas – expresar lo que pensaba con franqueza que como sabemos generan disgustos y enemistades en la pequeñas ciudades.  Aunque era un hábito poco usual entre las muchachas de la época, a ella le gustaba la lectura y asistir a conferencias  y conciertos que identificaban a la cultura de la época.  En consecuencia siempre fue una amena y válida interlocutora que incursionaba  con propiedad en temas y asuntos no del dominio del gran público.

Como sucede cuando ingresamos en la llamada tercera o cuarta edad y en especial, si esa cronológica circunstancia la afrentamos en soledad,  con frecuencia externamos un cierto nivel de intolerancia – las malas pulgas – hacia los vecinos fastidiosos, un tránsito ruidoso, una juventud irreverente y hasta con familiares incomodos, y la irritabilidad mostrada a veces por esta querida amiga es natural y esperado corolario de las coordenadas vitales que presiden su actual existencia.

El ocio y la inactividad no son actitudes indicadoras del comportamiento de esta luchadora mujer,  pues a sus años aun labora en una modesta farmacia ubicada en la bulliciosa calle España no lejos de su casa, y las ocasiones en que sorpresivamente la visito en este local, su festiva amabilidad y el asomo de una facial extrañeza, de un estudiado asombro – es una marca propia de la familia – resulta siempre de mi particular y entero agrado.  Es una gozada observarla en esos instantes.

No debo dejar en el tintero que gracias a su intervención como funcionaria de la Gobernación de Santiago abordé por vez primera una avión para asistir al mitin del millón celebrado en homenaje a Trujillo en el malecón de Santo Domingo el 24 de octubre de 1960, y que mediante su hermana Ligia,  casada con Elías Bisinó diputado en el Congreso de la República, aprovechara sus viajes a la capital para ir de bola a finales de los cincuenta y principios de los sesenta.

Su legendaria hermana mayor Dominicana Antigua; la bella Hilda Leonor hace poco fallecida; la graciosa Ligia Mercedes; la recordada e infortunada Gladys de Macarrulla y la encantadora Carmen de Villanueva compañera de estudios de mi hermana Maritza,de solteras componían un ramillete de hermosas y atractivas muchachas cuyo colectivo a mediados del pasado siglo se conocía en Santiago con la general denominación de Las Tavares.  Eran todo un referente en aquellos fascinantes tiempos.

De un tiempo a esta parte no puedo visitar Santiago sin rendirle al menos una fugaz inspección a Lourdes en su casa o la farmacia, y como su presencia evoca en gran medida mi adolescencia y juventud – dos épocas que recordamos con satisfacción y contentamiento – verla esporádicamente se está convirtiendo en una saludable terapia regenerativa muy apropiada en esta atormentada época donde los valores del Santiago de antaño están poco a poco desvaneciéndose.

Aunque su rostro aun permanece risueño, la vida y la dura resignación de lo vivido han dejado sus huellas en algunos aspectos de su física apariencia, pero  su sentido del humor, el optimismo que anima su espíritu y su eterna vocación por el desacato y la rebeldía, le imprimen a su comportamiento una mocedad, una juventud que parecen custodiarla hasta el final de su existencia.  El tiempo parece temerle a las Pirámides, Ana Josefina y a Lourdes Milagros.

Como en estos días me siento en excelentes términos conmigo mismo-no ocurre con la frecuencia deseada-debo confesar a manera de conclusión que Ana Josefina y Lourdes Milagros representan en el libro de mi vida dos páginas inolvidables, irreemplazables, y ambas amigas, tal y como acontece con las ciudades célebres y con cada uno de nosotros, en los actuales momentos las rememoro con sincera y profunda nostalgia mas por lo que fueron que por lo que son.