He tenido la sospecha que uno de los dos va a morir muy joven y para entonces será imposible recrear en el más allá mi profunda amistad con Médar Serrata. 

El azar juega a los dados, en ocasiones de un modo caprichoso uniendo las partes anárquicamente. Yo tenía apenas veinte años y militaba en el Partido Comunista Dominicano. Una tarde Hiran Melo, joven militante del mismo, me habló de un poeta compañero de estudios. Trató de concertar un encuentro de su amigo conmigo y yo le respondí que no me interesaba en absoluto ser parte de ningún grupo literario y que en todo caso tenía relaciones directas y personales, no grupales. Era mi modo de evadir compromisos, más allá del que había establecido conmigo mismo en la pequeña guarida de mi habitación poblada de libros.

Sin embargo, el destino se mostró tozudo y una tarde en la que pasaba por el colegio en el que estudiaba mi camarada, me presentó sin ton ni son y esta vez sin preguntar a Médar Serrata. La impresión de mutuo agrado fue inmediata. No había en él la menor petulancia, ni la arrogancia de quien se siente bendecido por el don de la palabra. Se presentó humilde, llano, transparente. Conversamos tan animadamente, que olvidé el objetivo inicial de mi visita. Yo le llevaba tres años, una familia mucho más numerosa y vivencias fuera de nuestra pequeña isla. Acordamos un próximo encuentro, esta vez en mi casa.

Nos encontramos un domingo y caminamos un buen trayecto hasta llegar a la vivienda. Yo vivía entonces con mis padres. Pasamos a mi habitación en la que había varios estantes atestados de libros. Le preparé un listado, con los que a mi modo de ver eran básicos, esos libros fundamentales que debe incluir un primer acercamiento a la buena literatura. Recuerdo haberle facilitado El Muro de Jean Paul Sartre, El lobo Estepario de Herman Hesse, El extranjero de Albert Camus, La carta al padre de Frank Kafka. Es evidente que mis lecturas en esa época eran esencialmente existencialistas. Mi nuevo amigo tomó los libros como tesoros encontrados en una isla perdida en el Caribe.

Iniciamos ese periplo que solo las verdaderas amistades saben hacer perdurar en el tiempo. Aun cuando yo era mayor que él, en la práctica mi proceder ante la vida era más libre, más disoluto y soñador. Nuestros encuentros se volvieron casi obsesivos. A pesar de vivir a gran distancia buscábamos la forma de mantenernos cerca. Lecturas, bebida, juergas nos empataban. Fruto de esa amistad intensa surgió un negocio quimérico. Pusimos en marcha un puesto de venta de chimichurri, una especie de pan con carne y vegetales de por medio. El establecimiento se ubicaba en una caseta de metal, a la que dimos por nombre Macondo, en honor a la novela Cien Años de Soledad. Salíamos de la universidad y partíamos hacia un pueblito, un poco retirado, llamado Manoguayabo, lugar del que procedían mis padres. Fue el primer negocio de ese tipo que llegó a ese paraje. Nos lo atendían dos jóvenes muy diligentes.

Medardo y yo, llevábamos una vida bohemia al margen de nuestra condición de nuevos emprendedores. Consumíamos todas las ganancias en el fin de semana junto a otros amigos poetas, por lo que teníamos que cerrar nuestra floreciente empresa de lunes a miércoles, hasta conseguir de nuevo el dinero necesario para comprar la mercancía que se consumiría en el siguiente fin de semana. En esa época Médar trabajaba en una compañía de venta de equipos pesados y yo llevaba una administración, o siendo más modesto era el secretario administrativo del taller de herrería de mi hermano mayor. Nuestros respectivos trabajos, el negocio, las lecturas, los encuentros por la zona colonial y nuestras primeras andanzas detrás de nuestras futuras parejas ocupaban nuestro tiempo por completo.

Médar era miembro destacado del Círculo de Literatura Domingo Moreno Jimenes, mientras yo seguía, como la mala red, solo y descarriado, manteniendo un contacto apenas tangencial con cada uno de los miembros del citado círculo: Víctor de Frías, Evan Lewis, Marco Martínez. Muy al margen de las relaciones grupales que él mantenía con sus amigos, nosotros establecimos un compartimento más profundo y ajeno al resto, debido a que coincidimos, con el paso del tiempo, en un mismo trabajo: la naviera Sea-Land. Allí descubrimos un mundo subterráneo de personajes casi de novela; tipos despiadados, algunos psicópatas en potencia junto a otros que mostraron inesperadamente un bondadoso corazón.

En esa jungla, al fin, comprendimos la razón por la que los hombres de los muelles se ven compelidos a tomar alcohol de modo compulsivo, y es que el nivel de tensión es tan alto, que el único modo de producir una descompresión es a través de la bebida. Conocimos una serie de personajes verdaderamente especiales, como Víctor Cuesta, Francis Joubert, Alcide Suarez, Luis Suarez, Cibao, Sala, El Diablo, Pedro Caro, Nacho. Cada uno de ellos lograría hacer de su vida una novela.

Los días en el muelle eran intensos. Recibíamos dos y hasta tres barcos semanales. Vivíamos en un mundo totalmente surrealista en el que no existía horario de entrada ni de salida. El jefe directo de todo aquello era un hombre flemático, producto de la armada norteamericana, nunca mostró el menor grado de afecto hacia nosotros. Su nariz de búho depresivo delataba su ascendencia judía y su nombre, Francis Joubert nos indicaba que su origen era francés. Francis manejaba aquella institución como si estuviera en una guerra. Los departamentos se enfrentaban entre sí como si vivieran en un campo de batalla, sin cortapisa, abiertamente, descarnadamente. Nosotros fuimos entrenados para pelear, para sobrevivir en esa selva. Mi amigo llegó a ser supervisor de patio, mientras yo terminé por dirigir un grupo de hombres, Aquello, en el lenguaje de la época, significaba ser capataz de patio.

Fue una experiencia inolvidable. Era aquel un mundo muy especial realmente. Recuerdo a cada uno de nosotros cubierto por una capa amarilla, linterna en mano bajo un aguacero, caminando entre los furgones, buscando el número de determinado furgón que se había extraviado y cuyo destino podría ser tal vez Jamaica o Luisiana. Fue entre esos furgones donde probamos, por primera vez, un cigarrillo en la boca y que nos hacía sentir poetas. Las madrugadas frente a un barco inmenso, el jolgorio del personal, los polizontes que intentaban subir al barco, todo aquello se nos antojaba mucho más interesante desde una bocanada de humo.

Una vez que cumplíamos una jornada de trabajo, buscábamos la excusa para escaparnos. A veces la iniciábamos en los rieles. Allí había unos bares pequeños, muy decadentes, en los cuales sonaba una música igual de deprimente que el ambiente que los rodeaba. Teníamos en aquel entonces un salario digno de envidia. Las horas extras abultaban en abundancia cada quincena el sueldo real, lo que nos permitía darnos algunos lujos de valor incalculable. Otros días decidíamos seguir la marcha, dejar los bares de los rieles y hacer una parada en una casa de citas llamada Tomás. Era un lugar de luces tenues, mujeres mucho más cuidadas, algunas indudablemente hermosas. Fue en este lugar donde mi amigo conoció a una muchacha sumamente encantadora, tierna, que tuvo con Medardo una relación borrascosa y muy intensa. Cuando llegábamos al local nos adueñábamos literalmente del mismo. Había veces en las que queríamos salir más temprano del trabajo y convencíamos a nuestro jefe inmediato, el inefable Luis Suárez, de que nos acompañara a aquel negocio. Aquellas noches todos sus gastos corrían a nuestro cargo, esa era la condición. Nuestra tercera parada favorita, en la que descubrimos definitivamente el amor por los bares, era el cabaret de Herminia.

Recuerdo que mi iniciación en ese prostíbulo se lo debo directamente a Gabriel García Márquez; puede sonar insólito pero fue así. Resultó que en el setenta aniversario del profesor Juan Bosch, fueron invitados una serie de intelectuales importantes a la celebración de dicho acontecimiento. Entre ellos estaban Nicolás Guillen, Miguel Otero Silva y Regis Debray, entre otras destacadas e importantes figuras y por supuesto el escritor de La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada. Al terminar el acto y en mi necesidad de conocer de cerca a un escritor de la categoría de García Márquez, me acerqué a él y escuché como el Gabo comentaba a su edecán que quería conocer el cabaret de Herminia. Mi curiosidad despertó y me dije, que si esos eran los lugares a los que asistían los grandes escritores, por qué razón iba yo a evitar seguir sus pasos. El fin de semana siguiente y con apenas veinte años, me encontré bailando en el centro de la pista de Herminia, con una de las prostitutas más sensuales que he conocido en mi vida.

A ese cabaret, iba a parar la mayor parte del dinero ganado en las horas extras por nosotros dos. Horas de caminar bajo aguaceros interminables por el muelle. Nos hicimos asiduos visitantes de aquel lupanar. Llegábamos arrogantes y dueños de la noche. Toda esta vida disoluta no nos impedía, sin embargo, ir de la mano de Fernando Pessoa, Lezama Lima, Umberto Eco, Mieses Burgos. Sabíamos permanecer sentados y borrachos en la acera de una esquina de la Zona Colonial, leyendo el libro del Desasosiego de Fernando Pessoa; ensayos de Mario Vargas Llosa rodaban por nuestras manos y todas esas experiencias forjaron, al fin, el camino que acabó deviniendo en poesía y en prosa.

Mi amigo siguió el camino de la literatura con mucha seriedad, produciendo dos libros fundamentales en la poesía dominicana, Piedra de Ábaco y Rapsodia para tontos. El último de los libros, de una belleza inusual para mi satisfacción y orgullo, fue escrito a partir de uno de mis cuentos, Una hora inefable, del que mi amigo hizo un elogio inmerecido. Puedo decir ahora que, si bien no me tocó vivir una época interesante, como dicen los chinos, me tocaron en suerte amistades envidiables y entre ellas está sin duda alguna la de Médar Serrata, quizás el poeta más importante de mi generación y del que me siento orgulloso. Estas líneas que escribo me dan la tranquilidad de que, si dado el caso, uno de los dos desaparece de manera inesperada, quede este escrito como testimonio de nuestras andanzas. Sé que mi amigo siempre generoso, le gustaría que de ambos él fuera el primero en despedirse de este mundo y que fuera yo quien leyera estas palabras en su sepelio.