La historia de la alcoba, que es el periplo de la intimidad en Occidente, podría trazarse a partir del quehacer económico de la Edad Media tardía; dos ensayos fundamentales así lo explican: “Dormitorios” de Juan Lafora (1950) e “Histoire de chambres” (2009) de Michelle Perrott merecedor del premio Femina de ensayo. En este último, la autora sustenta la exploración del entorno del dormitorio en el precepto foucaultiano que concibe la historia de los espacios como la historia de los poderes. Así, la alcoba fue refugio contra la naturaleza rebelada, y su microcosmos, testigo del parto, la enfermedad y la agonía; del desarrollo de la higiene y las habilidades culinarias; de las intrigas políticas y de la vida monacal entregada al misticismo. En suma, aquellas habitaciones reales y las barracas del empleado doméstico sentaron las bases para la construcción del escenario de la batalla entre lo público y lo privado; el perímetro de la epopeya que siglos más tarde narrará el teatro de lo cotidiano.
Las más imperecederas contribuciones a la fundación de lo urbano y por ende, de la vivienda occidental, fueron legadas por el Imperio Romano, primera sociedad en la que como ilustran sus baños públicos, lo colectivo y lo privado se confundió en el diario existir. Mas no es hasta la Alta Edad Media cuando la vida privada se convierte en el eje de la civilización, y lo doméstico, como concepto moderno, aparece con el nacimiento de las sociedades burguesas en los siglos XVIII y XIX. En ellas, según nos recuerda Phillipe Ariès, el área privada “constituía esa zona de inmunidad ofrecida al repliegue, al retiro, donde uno puede abandonar las armas y defensas de las que conviene hallarse provisto cundo se aventura al espacio público; donde uno se distiende, donde uno se encuentra a gusto, libre del caparazón con que nos mostramos y protegemos hacia el exterior. Es un lugar familiar. Doméstico. Secreto también”.
“El dormitorio” de Vincent van Gogh es la recámara más famosa en la historia del arte, lienzo multicolor de trazados brillantes inspirado en el neo-surrealismo de Seurat revelador de pinceladas vigorosas trazadas una tras la otra con colores superpuestos, el blanco y negro casi ausentes, irreverentes a las reglas de la perspectiva. La austera habitación recreada en este cuadro parecería estar instalada en una esquina donde ventanas y puertas aparecen junto a unos vetustos muebles: una mesa, varias sillas y utensilios de higiene personal contrastados con pinturas indefinibles que han sido colgadas en la pared contigua al primer plano de la cama. Tras residir en tres docenas de hogares esparcidos por múltiples ciudades el perenne nómada van Gogh se traslada al pueblo de francés de Arlés a fin de ocupar la que consideró su única y definitiva morada: la conocida casa amarilla. Es aquí donde completa la obra mencionada anticipando la visita de su admirado Gauguin.
Acaso se tratase este dormitorio de un encierro de colores donde sus límites se nos vienen encima mientras simultáneamente nos atrapan mágicamente gracias al intenso pálpito –a veces desesperado– que caracterizaba la fuerza interior del artista. Entiéndase que este es un creador incesantemente atormentado cuyo afán de paz y sosiego es expresado en la tela a través del color. Tal como algunos han sugerido, la propuesta artística de la obra en cuestión pudiera representar también una invitación de van Gogh a adentrarnos a su propio yo, al interior que busca la serenidad. Al ideal de reposo transformado en hecho onírico.
En una carta a su hermano Theo, Vincent confiesa el propósito del violeta pálido, de los tintes planos, del anaranjado y el limón verde claro esparcidos en el perímetro de la obra: lograr que “con la vista del cuadro descanse la cabeza o más bien la imaginación”. Una imaginación circunscrita a lo estrictamente íntimo en un lienzo donde no se alude al exterior ni a la figura humana. Van Gogh ha querido encontrar respiro y paz en el color frente a lo que le perseguía: el alcohol, la bipolaridad, el rastro esquizofrénico, la adicción al ajenjo, la epilepsia o la incomprensión de la sociedad que le rodeaba.
La semiótica, la antropología social y la psicología han demostrado cómo el color y los sentimientos no son combinaciones accidentales sino más bien experiencias universales enraizadas en el lenguaje y el pensamiento a través de la historia y también en el poema mismo, esa otra eterna epopeya. Goethe, creador del genial Fausto y reconocido padre del romanticismo alemán, se entregó a la búsqueda de la belleza y el conocimiento en un proceso que desarrolló las bases de lo que hoy reconocemos como la psicología del color. Opuesto a la visión mecanicista y estrictamente física de la tesis newtoniana sobre el origen de los colores, el poeta argumentaba que la percepción del color por el ojo humano respondía no sólo a la luz iluminadora de los objetos y a su composición material, sino sobre todo a nuestra propia subjetividad que ostensiblemente parte de experiencias individuales. Es decir, vemos los colores a partir de asociaciones psicológicas más que como resultado de fenómenos neuronales. Y de seguro, van Gogh no fue la excepción.
El genio pintor que nos ocupa completó “El dormitorio” en apenas varios días; meses más tarde recreó otra versión tras la original haberse maltratado e incluso finalizó una tercera como regalo familiar. Por segunda vez en la historia las tres han sido reunidas en una exposición en el Art Institute of Chicago, hogar de la segunda versión del lienzo. Ante tal acontecimiento, parecería que el dormitorio, como concepto socio-antropológico, merece una exploración crítica a la luz de su transformación (¿o desaparición?) en la vorágine de la indetenible modernidad contemporánea.
Si bien van Gogh persiguió la paz interior a través de sus obras y en particular en “El dormitorio” intentando llegar al ensimismamiento alejado de lo público, es decir, acercándose más al Yo, no menos cierto es que en la alcoba moderna ha sucedido justamente lo contrario: ella ha sido invadida por el Otro. Un Otro que puebla la televisión, el Internet, Facebook y el iPhone, instrumentos que en sí mismos ya albergan la intimidad develada. No debe sorprender entonces que Michelle Perrot nos recuerde “la importancia capital de la puerta y de su llave, que es el talismán, y de las cortinas que son los velos del templo”; cómo se separa de tal forma “el aquí del ahí, el dentro del afuera”.
Edward Hopper, explorador del aislamiento en la urbe moderna entrega en su enigmática pintura “Morning sun” una mujer inmutable de mirada perdida dirigida al sol que ilumina una habitación de paredes vacías. El espacio no puede ser más inhóspito y la alcoba, elevada por encima de la silueta de los edificios aledaños, representa la antítesis de lo ilustrado por van Gogh en sus tres dormitorios: en aquella obra hay sólo desolación, todo el interior del sujeto ha escapado hacia el escándalo público. La intimidad del cuerpo que nos pudiese acompañar, los suspiros de amor, el paso de las páginas de un libro antes de dormir o el murmullo de los sueños –como ha dicho Perrot– son aquí testigos desaparecidos de la historia de la alcoba. Han sido robados por la tecnología abandonándonos a la absoluta desnudez a que ha sido sometida nuestra intimidad posmoderna.