La responsabilidad de un gobernante es la de dirigir su gobierno. Pero no solamente. Tan importante como dirigir – quizás más – es la de dirigirse a sus gobernados.  Es por eso que la retórica es esencial en la democracia. Es por eso que los buenos tribunos son imprescindibles. En nuestro país, sin embargo, la oratoria digna de tal nombre ha desaparecido y ha sido sustituida por otra, mediocre y cínica. Esto debe cambiar: hoy, más que nunca, andamos necesitados de tribunos.

La oratoria no ha perdido un ápice de su importancia en más de dos mil años. Sigue siendo tan necesaria para nosotros como lo fue para los antiguos griegos y romanos. Repito que un líder no debe limitarse a la administración y a la burocracia, a dirigir el estado. Debe dirigir y dirigirse a sus gobernados. No en vano líder viene del verbo inglés to lead, dirigir, guiar.

Un buen discurso debe contar, según Aristóteles, con tres elementos: el ethos, la credibilidad del orador; el logos, el llamado a la razón, a través de datos y hechos; y el pathos, o llamado a los sentimientos. De los tres, el más importante para un líder político es el último: un  líder debe motivar, consolar, dar coraje, transmitir confianza a quienes le escuchan. Es lo que hicieron los que han pronunciado los que se consideran los mejores discursos de la historia.

El discurso de Lincoln en la dedicatoria del cementerio de Gettysburg a los soldados muertos en la batalla que tuvo lugar allí, la más sangrienta de toda la Guerra Civil, lleva un mensaje de unidad y esperanza y contiene la definición de democracia que,  más de siglo y medio después, sigue siendo considerada como la mejor:

“Que resolvamos aquí, firmemente, que estos muertos no habrán dado su vida en vano. Que esta nación, Dios mediante, tendrá un nuevo nacimiento de libertad. Y que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no desaparecerá de la Tierra”.

Martin Luther King, en el discurso que dirigió al cuarto de millón de personas que en agosto 1963 acudió a la manifestación por la igualdad racial que tuvo lugar en Washington es otro discurso cargado de un mensaje de justicia y esperanza:

“Sueño que mis cuatro hijos, vivirán un día en una nación donde serán juzgados, no por el color de su piel sino por su carácter”.

En 1798, antes de la batalla que enfrentó a su ejército a los mamelucos, al pie de las Pirámides, Napoleón motivó a sus soldados recalcando la importancia histórica de esta batalla:

"¡Mirad! ¡Recordad que desde esos monumentos, cuarenta siglos os contemplan!"

Pero quizás el mejor orador de todos los tiempos lo fue Winston Churchill. Corrían tiempos en los que la supervivencia de Inglaterra parecía imposible. Hitler dominaba toda Europa. Había hecho una alianza con la Unión Soviética de Stalin. Los Estados Unidos se negaban a entrar en guerra. Una parte de la clase política inglesa estaba dispuesta a capitular. En esos momentos, parecía imposible llevar un mensaje de aliento y de valor a los ingleses. Y sin embargo, Churchill lo hizo.

Primero, tuvo la honestidad de no mentir a su pueblo sobre la gravedad del peligro que se cernía sobre los ingleses:

"No tengo nada que ofrecer, sino sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor".

Luego, incitó el valor de los ingleses en uno de los mejores discursos de la historia:

“…lucharemos en los mares y océanos, lucharemos con creciente confianza y creciente fuerza en el aire, defenderemos nuestra isla, cualquiera que sea el costo, lucharemos en las playas, lucharemos en las pistas de aterrizaje, lucharemos en los campos y en las calles, lucharemos en las colinas, nunca nos rendiremos…”

Y en otro discurso:

Hitler sabe que tendrá que rompernos en esta isla o perder la guerra. Si podemos hacer frente a él, toda Europa puede ser liberada y la vida del mundo puede avanzar hacia amplias tierras altas iluminadas por el sol. Pero si fallamos, entonces todo el mundo, incluidos los Estados Unidos, incluyendo todo lo que hemos conocido y cuidado, se hundirá en el abismo de una nueva era oscura que se hizo más siniestra, y quizás más prolongada, a las luces de la ciencia pervertida. Por lo tanto, aprendemos a cumplir con nuestros deberes, y así soportamos, que si el Imperio británico y su Mancomunidad duran mil años, los hombres todavía dirán: "Esta fue su hora más gloriosa".

Es innegable que sin los discursos de Churchill, el Reino Unido hubiese perdido la guerra. Su extraordinario dominio del inglés, que, por cierto, le valió un justificadísimo premio Nóbel de Literatura en 1953, fue un factor esencial en el triunfo británico. Kennedy – quien fue también un gran orador – no pudo decirlo mejor:

"En los días oscuros y en las noches más oscuras, cuando Gran Bretaña estaba sola, y la mayoría de los hombres, excepto los ingleses, estaban desesperados por la vida de Inglaterra, Churchill movilizó el idioma inglés y lo envió a la batalla".

En nuestro país hubo discursos que fueron históricamente decisivos, como la arenga de Juan Sánchez Ramírez antes de la batalla de Palo Hincado:

“Pena de la vida al que volviere la cara atrás, pena de la vida al tambor que tocare retirada, y pena de la vida al oficial que lo mandare aunque sea yo mismo".

Los últimos tribunos que tuvimos fueron líderes “tradicionales” como Balaguer y Peña Gómez. En la actualidad, ninguno de nuestros políticos pueden considerarse como tales. Primero, porque carecen de ethos: sus discursos están, en general, plagados de mentiras, por lo que su credibilidad es nula. Segundo, porque carecen de pathos: sus discursos son grises, mediocres, destemplados. Tercero, porque con frecuencia no son sino una sarta de datos, lo que los hace insufriblemente aburridos: porque abusan del logos. Y, finalmente, porque su dominio del español es inexistente.

Terminaré argumentando que no es casualidad que Lincoln, Napoleón, Churchill y Kennedy fueran estadistas: dominar el arte de la palabra es una condición esencial de los mismos.

En la próxima entrega compararemos a un tribuno auténtico como Balaguer con uno falsificado como Leonel Fernández.