-¡Levántate! Esta noche La Virgen María y San José cenaran con nosotros.
-¿Quién?- respondí alelado, como un sonámbulo.
-María y José, los padres del Niño Dios.
– ¿Y que tengo yo que ver con eso?
-Eres el mayor y tus hermanitas son aún muy chiquitas. Tienes que ayudarnos a preparar la cena. ¡Levántate!
Mi madre me increpó como si mi nombre hubiera sido el de Lázaro de Betania, aquel manganzón que Jesús resucitó de entre los muertos.
– De lo contrario el Niño Dios se va a enfadar– esgrimió, como un espadachín rematando la estocada, pues a ningún tiguerito del barrio, en su sano juicio, se le hubiera ocurrido desagradar a Dios la Noche de Navidad. Ese era el último lío en que uno se podía meter. ¿Enfadar al Niño Jesús una Noche Buena? Jamás de los jamases!
Sin embargo, desde ese día siempre he pensado que muchas de nuestras creencias son manipuladas, casi un chantaje público, para hacer de uno lo que otros desean que hagamos. Pura programación mental para mantenernos subyugados.
Una de las cosas que nunca comprendí en mi infancia fue la razón por la cual siempre a San José lo presentan como un viejito de barba con un niño tan chiquito como Jesús de Nazaret nacido en Belén. A nadie se le ocurrió nunca explicármelo y sentía un terror santo que hacía que nunca me atreviera a hacerle la pregunta al cura, no fuera que me degollaran con la mirada y me enviaran al rincón de los suspiros donde nos castigaban cuando hacíamos cosas malas. Eso le pasó a Hamlet Hazím, mi compañero de pupitre, cuando se le ocurrió preguntar con quién fue que Caín procreó sus hijos antes de que asesinara a su hermano Abel, porque la única mujer que existía era madre, su madre. Por haber hecho semejante pregunta lo expulsaron del catecismo, acusándolo de ateo y de comunista a los siete años.
Por eso me mordía los labios y no me atrevía a abrir la boca, no fuera que el Diablo viniera a buscarme por comunista a mí también. El caso fue que yo, con mi padre, mi madre y mis dos hermanitas, pasamos el día dando bandazos preparando la casa para aquella cena con José y María.
Lo que se me quedó grabado a sangre y a fuego en la memoria hasta el día que me muera fueron los glob glob glob del pobre Panchito, el pavo que había convivido con nosotros durante los últimos seis meses de su pava vida. Aprendió a relacionarse con el gallo pinto y las catorce gallinas ponedoras que mi madre tenía en el traspatio. Como un políglota florentino glob glob glob glob acudía solícito, envuelto en su palio medieval, cuando lo llamábamos por su nombre y desfilaba solemne en procesión seguido del gallo pinto que le servía de presbítero. ¡Ni un Sumo Pontífice en sus mejores días podía ser tan solemne como Pachito!
¿Por qué siempre hay que matar para mantenerse uno vivo? Esa es una pregunta que todavía nadie me ha podido contestar. Cuando le cercenaron el cuello a Panchito, en un cruento sacrificio para calmar nuestra hambre de dioses ancestrales que no necesitaban matarlo para sobrevivir en este valle de lágrimas, Panchito no emitió ni un sonido. Se dejó degollar en silencio como el mártir de Calvario.
Como mi padre no hizo acto de presencia hasta el momento de sentarnos a la mesa, me tocó a mí abrirles la puerta de entrada a San José y a la Virgen María. Mis pupilas se pusieron del tamaño de las castañas que mi mamá iba a servir de antipasto, al ver a los dos viejitos vestidos de domingo, él con saco y una corbata roja más larga que él, y ella engalanada para la Misa del Gallo. Ambos eran bajitos y morenitos y pensé que allá en Belén todo el mundo era chiquito como ellos y no como aparecían en las estampitas de la Iglesia, donde José y María eran esbeltos, ojos azules y pelo rubio como los curas de la parroquia que eran canadienses. Estos José y María de la realidad eran negritos, revejíos y de pelo de alambre. Ese fue mi primer choque entre la realidad y la fantasía, pues me llevé la sorpresa del siglo al abrir la puerta de mi casa a San José y a la Virgen María.
Mi madre me había dicho que San José era un gran carpintero y que la Virgen María tejía mucho mejor que ella tejía. Sin embargo, cuando San José me dio la mano, por poco me la exprime. Sólo faltaron los clavos y las tachuelas para cercenármela.
-¿Cómo estás, carajito? Me espetó el carpintero. Yo, que pensaba que era un niñito bueno a quien había que tratar con dulzura, casi me desmayo del espanto porque el saludo me pareció un saludo de un obrero marxista. ¿Y qué otra cosa era José de Nazaret, el padre de Jesús? ¿No era un obrero?
– No seas tan bruto, José, que vas a hacer llorar al niño – le dijo María al ver incrustada mi mano derecha en la aplanadora de cayos del carpintero.
"Se ve que están casados", pensé para mis adentros, porque ya se están peleando".
En mi cabeza hueca constaté que María era como mi tía que le cantaba a cualquiera las verdes y las maduras sin espavientos. Por eso se jamonió y nunca se pudo casar.
– “¿Un ponchecito cartujo?” – preguntó mi madre desde la cocina.
– ¿José y María bebiendo ron? ¡Ay mamacita!, me cruzó el mal pensamiento. "La mente es nuestra peor enemiga y conduce al infierno" decía el catequista. De ahí en adelante, cada vez que se me ocurría hacer una travesura, el solo pensamiento hacia que entrara en mi cuerpo un terror de saca-teclas pensando que me iba a ir directamente al infierno. ¡Trrrrrrr!
– La mesa ya lista está – entonó mi madre, como en el himno del Ofertorio en cualquier iglesia del barrio más pobre del mundo.
-Ustedes ocupan el sitio de honor – dijo sonriéndole a la Virgen María y a San José, mientras yo esperaba solícito que me mandara a sentar junto a ellos. Aquella noche cenamos lerenes, castañas, gandules con arroz blanco, un pavito horneado que mis hermanas y yo rehusamos probar (porque se trataba de Panchito), batatas hervidas y ensalada rusa. Bebimos un mosto de uvas blancas que nos había regalado el vecino, don Donato Facio, un relojero italiano cuya esposa, Rossina, era tan gorda que no cabía en una sola silla y se necesitaban dos personas para ayudar a pararla. El postre fue pudín de pan confeccionado personalmente por mi madre. Esa era una de sus especialidades.
Al final de la cena María y José comenzaron a clavar su mirada en mí y a hacer preguntas sobre mi conducta. San José le preguntó a mi padre si era un niño obediente y hacía siempre lo que me ordenaban. Yo, que no quería exhibir mis paños menores en público, pensé que lo mejor era salir juyendo como el Diablo de la Cruz, pero no me atreví a moverme ni una pulgada, no fuera que José y María me condenaran al fuego eterno y ahí sí que no había tu tía. Fue entonces cuando se me encendió el bombillo:
– Señora María y Señor San José balbuceé- temblando del miedo.
– ¿Y el niño Jesús…dónde está eh? Hice la pregunta a tiro de escopeta para desviar la conversación. La Virgen María me dirigió una sonrisita pícara y me contestó en puro dominicano:
– Adió, el Niño Jesú ere tú mimito- me dijo.
Y ahí fue cuando caí en la cuenta que María y José eran mocanos, cuando entonaron al unísono, como siguiendo el compás del coro del Padre Hilario (Papalín):
-Adió, carajito, el Niño Jesú seamo todito.
¡Felices Navidades!
Historia real.