Durante años, algunas ciudades del mundo, especialmente Londres, han despertado exaltadas por obras que expresan tanta cotidianidad, que vulneran hasta lo racional.
Así son los trabajos de Banksy, quien en su más reciente aparición, nos dejó una obra que intentaba despertar conciencia sobre la situación de los refugiados en Calais, el campamento más grande de Europa, en el que “vivían” más de 7,000 personas y que apenas empieza a desmantelarse, tras casi dos años de crisis humanitaria.
En el lujoso barrio de Knightsbridge se vio una pieza interactiva, apoyada en la tecnología. Un dibujo de Cosette, una de las protagonistas de Los Miserables, en el que aparecía llorando por el efecto de los gases lacrimógenos y que debajo incluía un código QR, que enlazaba a un video en YouTube, mostrando cómo los refugiados de “La jungla de Calais” fueron gaseados en enero de 2015. ¡Arte adaptado al 2.0!
Aunque para muchos críticos esta técnica no convierte a Banksy en un artista, dentro de su contemporaneidad cumple su cometido: intenta generar ruido y lo consigue, sobreponiéndose incluso, al hecho de que durante todo este tiempo no se ha podido establecer con certeza la identidad del personaje. Sin embargo, su aporte más importante es endosarnos precisamente ese anonimato… Banksy es cada uno de nosotros, es nuestro tiempo. Yo mismo le he visto en las paredes de algún baño público, en las “astronaves” del transporte urbano, en las calles de Santa Bárbara y en las mesas que apoyan las copas de vino, junto a los discursos más realzados de esa bohemia patrocinada por los silenciadores.
Las salas de exposiciones de nuestra ciudad están ávidas de ruido, de una nueva elocución, quizás de una manera para repensar lo que somos. De pedirles a los pregoneros y siervos de Dios los megáfonos, desenterrar las “Peynadoras” para que se escuche lo nuevo y mucho más alto.