Donald Trump es un magnate de la construcción apasionado del show y de la televisión, impulsivo e irreflexivo, que despotrica cuando le viene en gana. Tiene como némesis al gobierno demócrata y asegura que en los males de su patria se esconden bandidos mexicanos. Mete la pata y no la saca. Se ha convencido de poseer méritos suficientes para aspirar a la presidencia de Estados Unidos.
El galardonado actor, director y productor cinematográfico Sean Penn, desde el 2002 decidió, por obra y gracia de su éxito y dinero, convertirse en izquierdista. Defiende revoluciones en quiebra y se exhibe como doliente de la desgracia haitiana. Sin haber vivido en Cuba ni en Venezuela, ignora la cotidianidad de sus ciudadanos y mira de lado la opresión de esas dictaduras.
Personajes prohijados por la cultura del espectáculo – ésa que describió al mundo Vargas Llosa, y Luis Brea Franco a los dominicanos. Triunfadores frívolos dados al entretenimiento. Carecen de solidez académica y de experiencia política. Sus servicios comunitarios suelen limitarse a beneficencias que alivian las cargas fiscales.
Motu propio se otorgan doctorados en política y pontifican sobre la materia. Paladines vigentes por la banalidad que rige en estos tiempos. La fanfarria del triunfo y una popularidad globalizada les facilita sentar cátedra de lo que saben poco. Trump es un capitalista, rabioso protector de sus intereses, y Sean Penn se da el lujo de practicar el hobby revolucionario.
Cualquier presidente, y quién sabe si hasta el bueno del Papa Francisco, no vacilaría en dedicarles un par de horas de audiencia para escuchar sus despropósitos, intentando colocarse con ellos en las primeras páginas de los periódicos y el “prime time “televisivo. El mundo los quiere ver y oír. La tragedia social de estos íconos mediáticos consiste en que se les presta atención, embelesan y hasta convencen. Su mérito: ser estrellas del espectáculo.
El caso es que a estos dos les basta ser luminarias para influenciar a millones de personas y hacer que los imiten. No necesitan de universidades, lecturas, ni tener experiencia en lides políticas. Mucho menos demostrar en que han contribuido a la comunidad en las que viven y a las que pretenden influenciar. Basta y sobra el estrellato para que se les llene el auditorio.
Por suerte, todavía una parte importante de la población no sucumbe a sus extremos ideológicos y perciben sus radicalismos como excentricidades de famosos aburridos; que lo mismo les puede dar por auspiciar carreras de burros caribeños, la cienciología, o rescatar niños en el Camerún.
No creo que Trump llegue a ser candidato, tampoco que Sean Penn logre salvar sus revoluciones. El primero seguirá produciendo millones de dólares convencido de la maldad del emigrante; el segundo, regalándonos impecables y memorables actuaciones ignorando el fracaso del comunismo y gozando del cariño de los hermanos Castro y de Maduro el bolivariano.
Pero todo puede suceder en este mundo de bachata y vodevil: en Italia, la Chiccolina, célebre actriz pornográfica, enseñando tetas y haciendo striptease ocupó un escaño en la ciudad de Lazio a finales del siglo veinte.