Con Donald Trump y Bernie Sanders están hablando dos Estados Unidos. Son las voces más representativas de un específico –y quizá definitorio- momento histórico que vive la nación estadounidense. Ni Trump es solo el extravagante e ignorantón multimillonario que vemos soltar soflamas a mansalva en mítines (y que la decadente e ingenua intelectualidad liberal miopemente se limita a caricaturizar como un loquito, por ejemplo véase la reflexión que sobre éste hiciera el siempre analíticamente superficial Mario Vargas Llosa en una columna en el periódico español El País), ni Sanders el socialista pintoresco que apenas animará la contienda primarista del Partido Demócrata. Tenemos que analizar histórica y geopolíticamente a estos dos personajes. En ese sentido lo que estoy viendo es una eclosión de contradicciones al interior de los Estados Unidos que ha colocado, en posiciones opuestas, a los que representan los candidatos en cuestión. Comencemos con el magnate neoyorquino.

Donald Trump es la voz del estadounidense blanco, pragmático y racista, epítome y quizá último estadio del sujeto-sustancia (homo economicus derivado del ego cogito cartesiano)  que construyó la modernidad-colonialidad occidental, que ve, alarmado,  cómo su mundo blanco hegemónico se tambalea a causa de la preponderancia demográfica hispana en los Estados Unidos y por los derechos, espacios políticos y justicia que con mayor fuerza reclama la siempre aplastada porción negra estadounidense. La llegada de Obama a la Casa Blanca no hizo sino incrementar esto último. Las estructuras políticas, económicas y sociales de los Estados Unidos fueron diseñadas desde la biopolítica para, de acuerdo a lo que fuera o no útil al capital-poder político, dejar vivir a una parte de la población (la blanca rica y clase media) y controlar y/o dejar morir, tanto física como ontológica-existencialmente, a la otra parte (la negra pobre y demás elementos sociales dispensables). Esta tecnología social produjo un individuo blanco hegemónico (sujeto-sustancia con capacidad de ser) arquetipo de la eficiencia y productividad en el contexto de las lógicas del capital y acumulación de riquezas que sostienen el orden interno estadounidense.  Y debajo de ese blanco, un conjunto de sujetos-objetos vacíos de existencia cuyos cuerpos y vidas son meros instrumentos del capital y las superestructuras económico-políticas. Para darle un barniz democrático a tales estructuras, la élite blanca diseñó un andamiaje jurídico y electoral (con las famosas enmiendas de la constitución federal a la cabeza) cuyo fin fundamentalmente es ocultar la  naturaleza perversa, inhumana y racista de aquellas. Asimismo, alrededor de ello creó discursos y sistemas de subjetividades a fin de que, ya teniendo el control de los cuerpos, controlar las mentes y deseos tanto del blanco hegemónico como de los de abajo. Todos los productos de la sociedad estadounidense, desde sus producciones científicas, artísticas (musicales, literarias y sobretodo cinematográficas), etcétera, responden y operan fundamentalmente en favor y dentro de la lógica del diseño social en cuestión. En ese contexto es que surge la conciencia estadounidense portadora de los discursos de la modernidad occidental, fundamentalmente en lo tocante a la libertad, desarrollo y democracia, que desde finales del siglo XIX e inicios del XX se abalanzó al dominio y control de la economía mundo y por consiguiente del sistema mundo. De ahí a que, considero, cuando analizamos en un sentido histórico-geopolítico tal sujeto blanco estadounidense y el cúmulo de sistemas de subjetividades e instituciones y lógicas políticas y económicas que ha venido creando y estableciendo en el mundo, bien podemos ver en él al posiblemente último estadio del sujeto-sustancia blanco occidental de la Modernidad surgida a partir de la invención del Nuevo Mundo en el siglo XV.

No hay un espacio en la vida social estadounidense que no esté bajo el control-dominio del blanco hegemónico: los cuerpos útiles al capital mantienen una perspectiva pragmática del sentido de la vida, familia y trabajo, y a su vez,  los dispensables (siendo los negros desde los inicios de la construcción de ese país los primeros en este rubro) se mantienen lo suficientemente controlados y alienados al tiempo que viven en los márgenes tanto física como ontológica-existencialmente. Desde donde se les deja morir o se les mata o encierra con facilidad (hay toda una estructura y lógica judicial-carcelaria para mantener una parte de los negros en las cárceles: véase la proporción de negros que hay en las cárceles estadounidenses).

El negro, que es el otro interno no blanco, “no racional”, sin potencia de Ser y por tanto no útil enteramente a las lógicas del capital, se mata en vida, mediante la alienación y el desprecio a sí mismo que aprende en el contexto de un mundo blanco al cual no puede acceder en tanto inferior, y obligándose a la dependencia de las transferencias (a mayor transferencias más pobreza y marginalidad). Y, cuando es necesario, se mata físicamente. Lo importante es mantenerlo al margen por cuanto dispensable. Lo mismo ocurre, en su contexto, con los otros dispensables. El propósito perverso de las tecnologías sociales que discutimos se ocultan de tal forma que el negro excluido-dispensable no lo pueda ver y considere su realidad (su infierno) como algo normal resultado de las mismas dinámicas “naturales” de la vida. Y para que en caso de que se muestre inconforme con su realidad, dirija su molestia hacia sí mismo al considerar su miserable existencia como consecuencia de sus ausencias, esto es, por carecer de lo que tiene el blanco: disciplina, educación, rectitud, desarrollo, etcétera. De tal forma que para corregirlo, entienda, lo que debe hacer es blanquearse para ponerse a la altura del blanco (Obama y la inmensa mayoría de los afroamericanos educados de clase media alta son negros con máscaras blancas que tras blanquearse ontológica e intelectualmente en las universidades blancas van donde el negro pobre a decirle que si se disciplina puede “triunfar” como ellos). Se invisibilizan completamente las estructuras que generan la marginalidad, exclusión y muerte de los negros (y otros dispensables) y todo se reduce a lo individual: la disciplina. El blanco privilegiado y el negro alienado constantemente reproducen el discurso del progreso individual (“no importa ser negro ni venir de un ghetto: el progreso depende de la persona”…) con lo que ocultan el origen estructural de los suplicios que son constitutivos de la vida de este último. De ahí el ya casi evangelio estadounidense de “forjarse a sí mismo”, acompañado de esa palabra que tanto le gusta a un Obama (negro educado demócrata) o a un Ben Carson (negro educado republicano): “el carácter”. Es decir, el negro debe tener carácter para dejar de quejarse y “progresar”.

La irrupción de los hispanos procedentes de países pobres, ese otro también no blanco que trae un bagaje cultural y unas memorias constitutivas que no se corresponden con lo blanco anglosajón, apunta a cambiar ese mundo específicamente blanco estadounidense. Ha surgido un nuevo otro interno que para acarrear mayores desafíos tiene tasas de natalidad mucho mayores que cualquier otro grupo demográfico (de ahí la propuesta de Donald Trump de que no se les conceda la ciudadanía a los hijos de inmigrantes indocumentados). Y que en el contexto estructural del sistema electoral estadounidense, particularmente en lo que tiene que ver con la elección presidencial, posee un enorme peso específico por cuanto es el grupo cuyos votos han decidido las últimas dos elecciones del 2008 y 2012. Sumémosle a esto los recientes asesinatos de negros a manos de policías blancos y las protestas y politización negra que ello ha desatado: con los negros reclamando mayores espacios, dignidad y participación, esto es, dicho fanonianamente, optando por la vida. El cóctel está servido: los dispensables están retando directamente al poder blanco y su biopolítica. Donald Trump habla y dice en público lo que desde el anonimato de la vida privada dicen y sienten millones de americanos blancos. De ahí su éxito a pesar de sus excesos y torpezas.

Por su parte, la aparición de Bernie Sanders se enmarca en lado opuesto del escenario. Siempre han existido las desigualdades en Estados Unidos, las cuales son inherentes a esa sociedad (como hemos visto). Desigualdades de todo tipo: en el derecho a la vida donde la vida del negro siempre ha sido dispensable; en el derecho a la propiedad; al disfrute de la tierra cuando los aborígenes han sido desplazados y robados; a la libertad de expresión cuando solo los ricos e influyentes –siempre blancos- tienen acceso a los medios; en el derecho a elegir y ser elegido cuando una minoría de millonarios es la que con su dinero decide quiénes son los candidatos de los únicos dos partidos que realmente existen en ese país; es decir, utilizando los entendidos del discurso moderno-liberal que la misma constitución estadounidense tanto celebra y “consagra” podemos ver las contradicciones de esa sociedad. ¿Y por qué ahora todo apunta a que tales desigualdades comienzan a explotar? En primer lugar, pienso, porque la modernidad occidental de la cual Estados Unidos en tanto imperio es el principal sostenedor, entró en un punto de no retorno de declive estructural y moral. Y en segundo lugar, que es causa de lo primero en buena medida, porque el capitalismo ya no es capaz de seguir explotando los recursos del planeta al mismo ritmo que en décadas y siglos anteriores (porque ya no queda más planeta: son finitos la Tierra y sus recursos), lo cual impide que Estados Unidos, que se erigió en centro de la fase vigente del sistema mundo (sucedió al Imperio Británico y éste a su vez había suplantado a franceses, holandeses y españoles en siglos pretéritos), pueda generar las riquezas suficientes para mantener la acumulación de capital que demandan sus lógicas económico-sociales internas, su aparato militar a escala global (sus bases militares y portaviones desplegados por todo el planeta) y su condición culturalmente hegemónica a escala global. El ejército de Estados Unidos crea y protege mercados para sus productos y dólares creando así las condiciones para que internamente pueda haber la acumulación de capital y consumo suficiente. Lo cual, a su vez, genera las condiciones de posibilidad (las plataformas) para que este país se sitúe como matriz global epistémica, de significación y subjetividades. Sin embargo, el mundo ha cambiado y las otras civilizaciones y sociedades están generando sus propias lógicas de significación, materialidad y subjetividades a expensas de Estados Unidos y Occidente.

Son inherentes y constitutivas del capitalismo la desigualdad y la exclusión, de tal suerte que en el contexto de un imperio construido a partir de las lógicas del capital y del dominio planetario militar para mantener sus niveles internos de acumulación de capital y riquezas, que ya no puede continuar en esa lógica en los mismos términos, necesariamente le van a explotar todas esas injusticias internamente en la medida que se ahondan y se hacen cada vez más visibles y sufribles las desigualdades y carencias de derechos entre su población. El 1% más rico de Estados Unidos, en la última década, mientras una terrible crisis golpeaba ferozmente a la clase trabajadora y pobre mayoritaria, siguió indemne haciéndose cada vez más potentado. El paradigma de sociedad del conocimiento, tecnologías, start-ups, etcétera, lo que ha hecho es aumentar dichas desigualdades en la medida de que solo los ricos y ciertos privilegiados –casi todos blancos y algunos judíos o asiáticos- pueden acceder a las costosísimas universidades o espacios donde se imparte y circula ese conocimiento.

Los dispensables comienzan a verse y asumirse políticamente como pobres y excluidos. Pobres y excluidos en el país más rico del mundo: el país de los Warren Buffet, Bill Gates, George Zoros, Jeff Vezos, Larry Page, Mark Zuckerberg, Larry Ellison, Christy Walton y demás billonarios de Wall Street, Sillicon Valley, grandes corporaciones, etc. El país de la gran industria militar que dedica billones de dólares anualmente, más que a educación y salud, a mantener un descomunal aparato militar con presencia física en los cuatros puntos cardinales del planeta. Un país donde un trabajador pasa casi toda la vida trabajando cobrando mínimos federales y que cuando alcanza la vejez, si no ahorró con disciplina casi militar durante su vida productiva, tranquilamente puede quedar sin cobertura médica y hasta sin vivienda. El país de los estudiantes endeudados y donde a sus maravillosas mejores universidades, que casi copan las listas de las más prestigiosas del mundo, en la práctica casi nadie puede acceder. Bernie Sanders, un candidato que ha mostrado datos claros y entendibles, como por ejemplo uno que habla de que en Estados Unidos de la partida de seguro social que todo trabajador paga, una pequeña parte se destina a la salud mientras una mucho mayor al gasto militar y a subvencionar bancos y grandes empresas. Con un discurso esencial y específicamente fundamentado en señalar las desigualdades un desconocido como Sanders es ahora un serio contendiente que puede derrotar a la todopoderosa –y, para variar, millonaria- Hillary Clinton.

Las implicaciones globales e históricas, en términos del sistema mundo, de lo que con estos dos personajes pueda surgir debemos tener muy en cuenta. ¿Por qué concretamente? Donald Trump geopolíticamente es el imperialista blanco occidental que ve una seria amenaza en la redistribución de poder mundial que ya se está dando y que reclaman civilizaciones-naciones como China, Rusia y la India e importantes bloques económicos-regionales principalmente en el Pacífico y naciones africanas como Nigeria y Egipto (véase la ceremonia que hizo el presidente egipcio Aldelfatah Al-Sisi en la inauguración del nuevo tramo del Canal de Suez: en donde recreó el trayecto recorrido por el faraón Ramsés II muy cerca de ahí hace más de dos mil años, lo cual es todo un mensaje al mundo en el sentido de que Egipto quiere regentar su destino y se reconoce al nivel de cualquier nación del mundo). Representa este multimillonario la mentalidad occidental-moderna que no se entiende a sí misma sin el control y dominio del sistema mundo. Lo cual puede devenir sumamente peligroso en la medida de que el control hegemónico del sistema mundo que está surgiendo no será posible, toda vez que éste se caracterizará económica, política y culturalmente (también muy probable epistémica y hasta metafísicamente) por la compartición del poder y el intercambio y comunicación entre civilizaciones (cuando no equitativos al menos balanceados). Los chinos lo han dicho claro en voz de su presidente Xi Jiping cuando dijo éste que China no quiere hegemonía sino que “balance”. El hecho de que los chinos utilicen el capitalismo para generar riquezas y posicionarse fuertemente en el sistema mundo, no quiere decir que ellos funcionan desde las mismas lógicas que los occidentales y tengan los mismos horizontes. Y ahí es que la mentalidad blanca occidental (fundamentalmente la estadounidense) cae en un error peligroso. Estados Unidos debe asumir que ya no puede controlar el mundo como antes ni económica ni culturalmente (por el momento mantiene el predominio militar global a causa de los casi infinitos recursos que destina a su estructura militar). Si lo entiende a tiempo se evitarán grandes conflagraciones mundiales. Donald Trump y los republicanos hablan por los americanos que no lo entienden.

En cambio, las demandas internas de las cuales Bernie Sanders es principal portavoz pueden conducir a Estados Unidos, y al mundo, hacia otros derroteros. En la medida de que los excluidos y el otro interno del blanco reclamen derechos y exijan desmontar la estructura de desigualdades de la que son víctimas, ello necesariamente, si logra ganar el pulso político o capturar la hegemonía en sentido gramsciano, habrá de poner un alto al capitalismo depredador estadounidense por cuanto la exclusión, desigualdad y desposesión son constitutivos que no derivados de ese capitalismo. Con lo cual, empujando a los dirigentes políticos estadounidenses que surjan en ese contexto hacia políticas que desmantelen la desigualdad y que reconozcan a ese otro interno en tanto no dispensable, es enteramente otro Estados Unidos lo que va a verse. Tanto en sus lógicas internas como en su condición de actor importante en el sistema mundo. Un Estados Unidos que se reconocerá como parte de una redistribución de poder en el cual puede ser influyente (influyente como lo será China, India, Nigeria, Indonesia, Rusia y otras civilizaciones-naciones en sus contextos regionales) sin ser quien controla y que, asimismo, tendrá otra visión sobre la cuestión ecológica del planeta ya que quien mira el entorno natural no como sustancia que controla sino como una parte (superando en buena medida la dicotomía sustancia-ente que creó la mentalidad racional moderna a partir de Bacon y Descartes), atisba otros horizontes. Y los marcos de la conversación mundial en los temas fundamentales serán distintos: es lo que civilizaciones algo más antiguas que la estadounidense y occidental (como la china, las negroafricanas y la persa-iraní que tienen unos miles de años de existencia más que la cultura occidental) reclaman para que siga habiendo cosmos y mundo más allá de las actuales generaciones.

De modo que lo que representan y por quienes hablan Donald Trump y Bernie Sanders (no importa que lleguen a no a ser candidatos, lo relevante es el momento histórico que representan y por la gente que están hablando que es lo que irá mucho más allá de sus específicas candidaturas electorales), a mi entender, es lo más importante ocurriendo en Estados Unidos a día de hoy.